El silencio es una cura que calma
muchas heridas, mucho tumulto y mucha ansiedad. La experiencia del silencio,
deseado, es sanante. Pensemos en el silencio nocturno, hasta qué punto es
necesario y reconfortante, después del ajetreo y barullo de la jornada.
El
silencio es pacífico y suave, y por tanto, recompone el alma, la mente, la
psicología, que se desgasta con el ruido, el verbalismo, la actividad incesante.
El silencio es tonificante del psiquismo humano
Y regenera en
la medida en que permite el acceso a la Fuente de donde nos viene la vida, Dios mismo:
“La persona humana se regenera
verdaderamente sólo en la relación con Dios, y a Dios se le encuentra
aprendiendo a escuchar su voz en la quietud interior y en el silencio”
(Benedicto XVI, Ángelus, 10-agosto-2008).
El
silencio nos lleva a descubrir la
Presencia del Misterio:
“Toda persona necesita tener un
“centro” de su vida, un manantial de verdad y de bondad del cual tomar para
afrontar las diversas situaciones y la fatiga de la vida diaria. Cada uno de
nosotros, cuando se queda en silencio, no sólo necesita sentir los latidos de
su corazón, sino también, más en profundidad, el pulso de una presencia fiable,
perceptible con los sentidos de la fe y, sin embargo, mucho más real: la
presencia de Cristo, corazón del mundo” (Benedicto XVI, Ángelus, 1-junio-2008).
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