El sacramento de la Unción de los enfermos otorga una gracia particular nada desdeñable, aunque apenas se suele resaltar: una gracia que podríamos llamar "de eclesialidad", por la que el enfermo, en su situación de gravedad, se siente partícipe y solidario de la vida de la Iglesia, entra en ese núcleo tan íntimo de la Comunión de los santos aportando un torrente de vida mediante su dolor ofrecido.
Todo sacramento, en general, sitúa en la Iglesia y nos introduce en ella, ya que no son los sacramentos acciones privadas sino eclesiales. El enfermo, mediante el sacramento de la Unción, experimenta la cercanía de la Iglesia y su maternidad que lo acompaña y sostiene en estos momentos; pero la gracia del sacramento le permite además redescubrir el misterio de la Iglesia con la Comunión de los santos, sus lazos invisibles, y él se introduce en el centro del misterio aportando sus dolores en favor del Cuerpo total de Cristo.
El enfermo se visibiliza así como un miembro "activo" en la Iglesia, con una misión eclesial, un apostolado específico, profundo, nuevo. La gracia del sacramento de la Unción otorga esta "eclesialidad" al alma del enfermo.
""Toda la Iglesia" dice el Concilio (LG 11), pide al Señor que alivie los sufrimientos del enfermo, manifestando así el amor de Cristo hacia todos los enfermos. El presbítero, ministro del sacramento, expresa ese empeño de toda la Iglesia, "comunidad sacerdotal", de la que también el enfermo es aún miembro activo, que participa y aporta. Por ello, la Iglesia exhorta a los que sufren a unirse a la pasión y muerte de Jesucristo para obtener de Él la salvación y una vida má abundante para todo el pueblo de Dios. Así, pues, la finalidad del sacramento no es sólo el bien individual del enfermo sino también el crecimiento espiritual de toda la Iglesia. Considerada a esta luz, la unción aparece -tal cual es- como una forma suprema de la participación en la ofrenda sacerdotal de Cristo, de la que decía san Pablo: "Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24)" (Juan Pablo II, Audiencia general, 29-abril-1992).
Vivir la enfermedad eclesialmente es una gracia del sacramento de la Unción. Ésta permite al enfermo vivir su situación con espíritu y sentido eclesiales, ofreciéndose y amando a la Iglesia:
"Hay que atraer la atención hacia la contribución de los enfermos al desarrollo de la vida espiritual de la Iglesia... Por la fe y por la experiencia sabemos que la ofrenda que hacen los enfermos es muy fecunda para la Iglesia. Los miembros dolientes del Cuerpo místico son los que más contribuyen a la unión íntima de toda la comunidad con Cristo Salvador" (íbid.).
El sacerdocio bautismal de los fieles se expresa y se vive también aquí, en el sacramento de la Unción, y lo que implica luego vitalmente.
Se participa en el sacramento orando, escuchando la Palabra, siendo ungido. Y se participa mediante el sacerdocio bautismal orando e intercediendo por la Iglesia y los hombres y ofreciendo la enfermedad y el sufrimiento junto con Cristo. Ésta sí es una participación real (¡cuántas veces pensamos que "participar" es sólo "intervenir" y hacer cosas en la liturgia) que nace del sacerdocio bautismal. Recordemos, por último, a este respecto, la doctrina conciliar:
"El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes...Con la unción de los enfermos y la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivie y los salve (cf. St 5,14-16), e incluso les exhorta a que, asociándose voluntariamente a la pasión y muerte de Cristo (cf. Rm 8,17; Col 1,24; 2 Tm 2,11-12; 1 P 4,13), contribuyan así al bien del Pueblo de Dios" (LG 11).
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