4. En el Misal romano, la primera
fórmula con la que el sacerdote invita a los fieles a orar es antigua y
clásica: “fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina
enseñanza, nos atrevemos a decir…” A muchos les resulta dura o extraña esa
expresión: “nos atrevemos a decir”; contagiados de una imagen muy secularizada
de Dios han olvidado que siendo nuestro Padre, Dios es Dios, estamos ante el
Misterio, y es osadía, o audacia, llamarle “Padre”. Sólo lo hacemos porque
Cristo nos lo ha dicho así y nos ha dado el Espíritu Santo que clama “Abba,
Padre” (Gal 4,6). Rezamos así con un santo atrevimiento, con confianza filial,
pero llena de reverencia, de piedad, del santo temor de Dios, conscientes de nuestra
pequeñez ante el Misterio mismo de Dios.
El
Catecismo lo recuerda también: “En la liturgia romana, se invita a la asamblea
eucarística a rezar el Padrenuestro
con una audacia filial; las liturgias orientales usan y desarrollan expresiones
análogas: Atrevernos con toda confianza;
Haznos dignos de” (CAT 2777).
Es
luminoso el comentario que escribe Jungmann a esta monición: “El entusiasmo que
produce la majestad de la oración dominical, reflejada en tales palabras,
encuentra su expresión tamibén, aunque en forma más comedida, en las frases
introductorias de nuestra misa romana. Para el hombre, formado de polvo y
cenizas, es, ciertamente, un atrevimiento (audemus)
hacer suya una oración en la que se acerca a Dios como hijo a su padre.
Acabamos de ver mencionada la palabra “atrevimiento” en las liturgias
orientales. Se repite con frecuencia en boca de los santos Padres cuando hablan
del Pater noster. Comprenderemos aún
mejor la reverencia que siente ante la oración dominical la liturgia romana y
que, sin duda, está muy en su puesto, si recordamos que entonces a esta oración
se la mantenía en secreto no sólo ante los gentiles, sino aun ante los
catecúmenos hasta momentos antes de que por el bautismo se convertían en hijos
del Padre celestial. Pero hasta los ya bautizados debían sentir siempre con
humildad la enorme distancia que les separaba de Dios. Por otra parte, el mismo
Hijo de Dios nos enseñó estas palabras, mandándonos que las repitiéramos. Fue
éste un mandato salvador, una instrucción divina. Los sentimientos concretados
en la oración cuadran maravillosamente con la hora en que tenemos entre
nuestras manos el sacrificio con que el mismo Hijo se presentó y sigue
presentándose ante su Padre celestial”[1].
Otras
posibles moniciones, en el Misal, subrayan otros aspectos. Son más recientes
–se incorporaron a la reimpresión castellana de 1988-. “Llenos de alegría por
ser hijos de Dios, digamos confiadamente la oración que el mismo Cristo nos
enseñó”: subraya la filiación divina y el motivo por el cual podemos recitar la Oración dominical. Otra
monición dice: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el
Espíritu Santo que se nos ha dado; digamos con fe y esperanza”. Tomando un
versículo paulino (Rm 5,5), recuerda que la fijación divina es el Don gratuito
de su Espíritu Santo, recibido en el Bautismo y la Confirmación, que ora
en nosotros y por eso con fe y esperanza oramos nosotros. Y una tercera
fórmula: “Antes de participar en el banquete de la Eucaristía, signo de
reconciliación y vínculo de unión fraterna, oremos juntos como el Señor nos ha
enseñado”. Incide en la idea de la Eucaristía como sacrificio que realiza la
reconciliación entre Dios y los hombres y entre los hombres entre sí. Oramos
pidiendo perdón a Dios y perdonando para vincularnos al sacrificio
reconciliador de Jesucristo.
Dicho
sea de paso, es una fórmula breve y clara esta monición sacerdotal el Misal: ya
hemos visto las fórmulas que ofrece el Ordinario de la
Misa. Se empobrece y se seculariza todo
cuando se sustituye por una pequeña homilía aquí, inacabable, repitiendo temas.
Recordemos: es una monición sobria y escueta.
Lo
mismo presenta el rito ambrosiano de Milán. Son fórmulas breves con las que el
sacerdote introduce a todos a la recitación conjunta del Padrenuestro. La
primera es la clásica: “Obedientes a la palabra del Señor y formados por su
divina enseñanza, nos atrevemos a decir”. Además ofrece las siguientes: “Guiados
por el Espíritu de Jesús e iluminados por la sabiduría del evangelio, nos
atrevemos a decir”; “Dios Padre envió a nuestros corazones el Espíritu de su
Hijo que grita: ‘¡Abba, Padre!’. Sea éste nuestro mismo grito mientras nos
atrevemos a dirigir a Dios la oración que Jesús mismo nos enseñó”; “Con el
bautismo nos hemos convertido en hijos de Dios y como tales Dios mismo nos
invita ahora a su mesa: con gozosa confianza dirijamos a él la oración que
Jesús nos enseñó”, y la última monición en el rito ambrosiano, invitando además
a que los fieles extiendan las manos para rezarlo: “Levantando las manos hacia
el Padre que está en los cielos y dejándonos guiar por el Espíritu Santo que
ora en nosotros y por nosotros, digamos juntos la oración que Jesús mismo nos
enseñó”.
En
la peculiar estructura, tan oriental, de la Misa hispano-mozárabe, el Padrenuestro es
introducido no por una monición fija (que tenga dos o tres fórmulas
alternativas), sino por una pieza, una oración, que es propia de cada Misa y
que se llama “ad dominicam orationem”. Esta oración propia de cada Misa,
elabora algún tema de la celebración o Misterio del día, dirigida a Dios Padre
e incluso a Jesucristo, y no a los fieles, terminando con una fórmula de enlace
que suele decir: “y desde la tierra nos atrevemos a decir”, o “clamamos desde
la tierra”.
En
el IV domingo de Adviento, el sacerdote introduce al Padrenuestro diciendo:
Oh Dios altísimo y todopoderoso,
Padre sin principio
tú quisiste que la venida de tu
Unigénito, hecho hombre,
fuese el remedio para obtener
nuestra reconciliación,
a fin de que recibiéramos por él
la gracia de la adopción.
Sin comienzo y antes de todos los
siglos,
engendrado por ti e igual a ti
por su naturaleza divina,
por él hemos sido adoptados como
hijos,
a pesar de que, por nuestros
méritos,
no merecíamos ni ser siervos;
haz que podamos celebrar tan gran
solemnidad
diciendo y proclamando sin
dificultad:
En
la Misa de la Natividad del Señor:
Al que mostró el Camino por el
que hemos de avanzar,
al que enseñó la Vida que hemos de proclamar,
al que estableció la Verdad que hemos de
observar,
a ti, oh Padre supremo, con
corazón conmovido,
clamamos desde la tierra:
La
solemne fiesta de la
Aparición del Señor –la adoración de los Magos…- presenta
esta oración:
Cristo Dios, que, al salir del
seno virginal,
apareciste hoy en el mundo como
una luz nueva,
reconocido en la estrella y
adorado en los dones;
sácianos con el panal de miel de
tus buenas palabras,
adecuadas oraciones y piadosas
respuestas;
para que la dulzura de sentirnos
escuchados
nos sirva de salud de alma y
cuerpo,
y para que, gustando y
comprobando
la seguridad de tu presencia,
Señor,
no volvamos a desviarnos hacia la
amargura del mundo,
sino que, pendientes de tus
palabras celestiales,
con el alma y el corazón
invoquemos por ti al Padre
desde la tierra:
Y
el VI domingo de la Pascua:
Levántanos en tu presencia, Dios
todopoderoso,
en quien vivimos, a quien nos
hemos consagrado,
de quién hemos recibido el bien
de nuestra salvación,
es don tuyo nuestra celebración,
favor tuyo la vida de los
creyentes,
rescate tuyo la resurrección de
los muertos.
Hazte presente en los sacrificios
que estableciste,
en las alegrías que nos has
procurado,
tú que con la resurrección de tu
Hijo
confirmaste la esperanza de
nuestra resurrección y redención.
Conserva en nosotros este don
tuyo
entre todo y por encima de todo;
que en este día de la
resurrección del Señor,
entonando cantos dignos de ti
podamos decirte desde la tierra:
La
monición, en general, salvando la peculiaridad de cada familia litúrgica “asume
varias funciones. Ante todo, relaciona el Pater
noster con su origen, es decir, con el mandato y con la enseñanza del
Señor, ilustrándolo así en su inigualable valor. El prólogo además es necesario
también por razones de estructura por cuanto sirve de paso de la plegaria
eucarística a la sección de la comunión”[2].
No hay comentarios:
Publicar un comentario