lunes, 3 de enero de 2022

¡¡Ser hombre de Iglesia!!



La mayor aspiración de un alma católica es llegar a ser “hombre de Iglesia”, sentir con la Iglesia y sentir la Iglesia, miembro corresponsable, que la embellece por su santidad de vida, por participar en su ser y misión, abrazando a la Iglesia en sus dimensiones humanas y divinas, en sus sacramentos, carismas, expresiones de vida, caminos espirituales diversos. El hombre de Iglesia es un alma eclesial y sin la Iglesia, Comunión, Compañía, no sabría vivir porque Ella nos ofrece a Cristo y nos da la vida.



            “En su primera acepción, sin distinción obligada entre clérigo y laico, el “eclesiástico”, vir ecclesiasticus, significa hombre de Iglesia. Él es el hombre en la Iglesia. Mejor aún, es el hombre de la Iglesia, el hombre de la comunidad cristiana. Si la palabra en este sentido no puede ser arrancada del todo al pasado, que al menos perdure su realidad. ¡Que ella reviva en muchos de nosotros! “En cuanto a mí, proclamaba Orígenes, mi deseo es el de ser verdaderamente eclesiástico”. No hay otro medio, pensaba él con sobrada razón, para ser plenamente cristiano. El que formula semejante voto no se contenta con ser leal y sumiso en todo, exacto cumplidor de cuanto reclama su profesión de católico. Él ama la belleza de la Casa de Dios. La Iglesia ha arrebatado su corazón. Ella es su patria espiritual. Ella es “su madre y sus hermanos”. Nada de cuanto le afecta le deja indiferente o desinteresado. Echa sus raíces en su suelo, se forma a su imagen, se solidariza con su experiencia. Se siente rico con sus riquezas. Tiene conciencia de que por medio de ella, y sólo por medio de ella, participa en la estabilidad de Dios. Aprende de ella a vivir y a morir. No la juzga, sino que se deja juzgar por ella. Acepta con alegría todos los sacrificios que exige su unidad. Hombre de la Iglesia, ama su pasado. Medita su historia. Venera y explora su Tradición” (De Lubac, Meditación..., p. 193).


            Al sentir con la Iglesia y sentir la Iglesia, se genera una nueva mentalidad, un nuevo modo de ver y una sensibilidad distinta: el espíritu católico, siempre integrador con dimensión universal. ¡Qué gozo y qué orgullo sentirse católico y vivir como tal! Esta catolicidad en las almas define el perfil del católico, define al hombre de Iglesia. ¿Y cómo vive y es este hombre? ¿Qué caracteriza al espíritu católico? (Cf. De Lubac, Meditación..., pp. 199ss). Se niega a dejarse obsesionar por una sola idea como un fanático vulgar, porque cree con la Iglesia, según lo demuestran todo su dogma y lo confirma la historia de las herejías, “que la salud consiste en el equilibrio”. Se guarda también de confundir la ortodoxia o la firmeza doctrinal con la estrechez o pereza de espíritu.


            Tiene buen cuidado de impedir que la idea general suplante a la Persona de Jesucristo. Y lo mismo que cuida de la pureza de la doctrina y de la precisión teológica, se preocupa también de que el misterio de la fe no degenere en ideología.

            Él se mantiene apartado de toda camarilla y de toda intriga, resiste a los movimientos pasionales de los que no siempre se ven libres los medios teológicos, y su vigilancia no es ninguna manía de recelo. Comprende que el espíritu católico, que es a un tiempo riguroso y comprensivo, es un espíritu más caritativo que querelloso, opuesto a todo espíritu de facción o simplemente de capilla, lo mismo si se trata de eludir la autoridad de la Iglesia como si, por el contrario, se pretende acapararla. Toda iniciativa laudable, toda fundación que cuenta con la debida aprobación, todo nuevo hogar de vida espiritual es para él una ocasión para mostrar su agradecimiento.

            No se muestra hostil por principio a las diferencias legítimas. Con tal que se salve la unidad de la caridad en la fe católica, cree por el contrario que estas diferencias son necesarias, porque no se puede suprimir la diversa manera con que los hombres sienten una misma cosa, y aun las tiene por beneficiosas. No las transforma en oposiciones o contradicciones, guiado por una lógica estrecha y superficial, sino que las considera  completándose y confundiéndose en el lazo del amor. Y está convencido de que pretender reducirlas a la uniformidad por su propio talante, equivale a ser enemigo de la belleza de la Esposa. Y aun cuando suceda que estas posturas diferentes se convierten en divergencias, tampoco se inquieta de buenas a primeras desde el momento en que la Iglesia las tolera. Le basta un momento de reflexión para convencerse de que en la Iglesia siempre las ha habido y siempre las habrá. En lugar de perder la paciencia, trata de mantener la concordia y se esfuerza, cosa harto difícil, por conservar un espíritu más amplio que sus propias ideas.

            Por poca experiencia que tenga, sabe de sobra que no hay que apoyarse en los hombres; pero las pruebas dolorosas que van acumulándose con los años no son capaces de marchitar su alegría; porque es el mismo Dios quien conserva su juventud, y todo ello resulta que la adhesión que prometió a la santa Iglesia sale más purificada.

            Cualquiera que sea el lugar y la función particular que ejerce en el cuerpo de que es miembro, se muestra sensible a cuanto afecta  todos los demás miembros. Él mismo se siente afectado por todo lo que paraliza, entorpece o lastima a todo el cuerpo. Y por lo mismo que no consentirá en separarse de él, tampoco puede permanecer indiferente. Sufre con los males interiores de la Iglesia. Él quisiera que la Iglesia fuera en todos sus miembros más pura y unida, más atenta a la llamada de las almas, más activa en su testimonio, más ardiente en su sed de justicia, más espiritual en todo, más alejada de toda concesión al mundo y a sus mentiras. Querría que ella, en todos sus hijos, estuviera siempre celebrando una Pascua de sinceridad y de verdad. Sin dar lugar a un sueño utópico, y sin dejar de acusarse a sí mismo en primer lugar, no se resigna a que los discípulos de Cristo se instalen en lo “demasiado humano”, ni a que se estanquen al margen de las grandes corrientes humanas. 

Él ve espontáneamente el bien, se goza de ello, se aplica a que los demás lo vean, sin que por ello cierre sus ojos a los defectos y a las miserias que algunos quisieran ocultar y que a otros les escandalizan, y no cree que su lealtad o solamente su experiencia le obligan a sancionar todos los abusos. Sabe además que el tiempo va desgastando muchas cosas, que son necesarias muchas renovaciones si se quieren evitar las novedades nefastas, y que el afán de reforma es natural en la Iglesia. No es un chiflado del pasado.

            El hombre de Iglesia siempre está abierto a la esperanza. Para él, el horizonte nunca está cerrado. Lo mismo que el apóstol san Pablo, quiere estar “lleno de gozo en medio de los sufrimientos”, y se atreve a creer que de esta suerte él, como todos, “está llamado a cumplir lo que resta que padecer a Cristo en pro de su Cuerpo que es la Iglesia”, y que tiene un Cristo “la esperanza de la Gloria”. Junto con la comunidad de los creyentes espera el retorno de Aquel a quien ama. Pero tampoco se olvida de que la espera debe ser activa y que no debe desviarnos de ninguna de las tareas de aquí abajo, sino que las hace más urgentes y rigurosas.

            El hombre de Iglesia no es sólo obediente, sino que ama la obediencia. Nunca querría obedecer por necesidad y sin amor.

            Y es que toda actividad que merece el nombre de cristiana se desarrolla necesariamente sobre un fondo de pasividad. Porque el Espíritu de donde procede es un Espíritu “recibido de Dios”. Es Dios mismo quien se nos da el primero para que podamos darnos a Él, y en la misma medida en que le damos acogida en nosotros, ya “no nos pertenecemos”. Antes que en ninguna otra parte, esta regla se verifica en el orden de la fe. La obediencia no tiene nada de mundano ni de servil. Ella somete nuestros pensamientos y deseos, no a los caprichos de los hombres, sino a la obediencia de Cristo. El católico sabe que la Iglesia no manda sino porque primeramente ella obedece a Dios. La Iglesia es una comunidad, pero para ser esta comunidad, ella es ante todo una jerarquía. Nosotros llamamos madre nuestra, no a una Iglesia ideal e irreal, sino a esta misma Iglesia jerárquica, y no tal como nosotros la podemos soñar, sino tal como existe de hecho hoy mismo. Y por eso la obediencia que nosotros le ofrendamos en la persona de los que la rigen, no puede ser sino una obediencia filial. No nos ha dado la luz para abandonarnos inmediatamente y dejar que corramos solos nuestra suerte: ella nos conserva y nos tiene congregados en su seno maternal. Todo verdadero católico fomenta por lo tanto un sentimiento de tierna piedad para con ella.


            Entonemos un himno a la Iglesia, orgullosos de ser hijos de tal Madre, miembro de un Cuerpo tan santo, partícipes de su vida, peregrinos de un pueblo cristiano elegido por amor y redimido por la cruz.

“Ella es siempre el Paraíso, en medio del cual él brota como un manantial puro y se extiende en cuatro ríos para fertilizar toda la tierra. Gracias a ella, de generación en generación, el Evangelio es expuesto a todos, a los pequeños como a los grandes de este mundo, y cuando no produce en nosotros sus frutos de vida, es únicamente por nuestra culpa.

Alabada sea también esta gran Madre por el Misterio divino que nos comunica, introduciéndonos en él por la doble puerta que constantemente está abierta de su Doctrina y de su Liturgia. Alabada sea por el perdón que nos garantiza. Alabada sea por los hogares de vida religiosa que suscita y protege, y cuya llama sostiene. Alabada sea por el mundo interior que nos descubre y en cuya explotación nos lleva de su mano. Alabada sea por el deseo y la esperanza que fomenta en nosotros. Alabada sea también por todas las ilusiones que desenmascara y disipa en nosotros, a fin de que nuestra adoración sea pura. ¡Alabada sea esta gran Madre!

Madre casta, ella nos infunde y nos conserva una fe siempre íntegra, que ningún decaimiento humano ni abatimiento espiritual, por profundo que sea, es capaz de afectar. Madre fecunda, no cesa de darnos por el Espíritu Santo nuevos hermanos. Madre universal, cuida por igual de todos, de los pequeños como de los grandes, de los ignorantes y de los sabios, de la gente sencilla de las parroquias como del grupo escogido de las almas consagradas. Madre venerable, ella nos garantiza la herencia de los siglos, y extrae para nosotros de su tesoro tanto las cosas antiguas como las nuevas. Madre paciente, ella reanuda constantemente, sin cansarse nunca, su obra de lenta educación y recoge uno a uno los hilos de la unidad que sus hijos desgarran constantemente. Madre atenta, ella nos protege contra el Enemigo que anda girando en torno a nosotros buscando su presa. Madre amante, ella no nos repliega sobre sí misma, sino que nos lanza al encuentro de Dios que es todo Amor. Madre clarividente, cualesquiera que sean las sombras que el Adversario se empeña en extender, no puede menos de llegar a reconocer algún día como suyos los hijos que ha engendrado, sabrá alegrarse de su amor y ellos se sentirán seguros en sus brazos. Madre ardiente, ella pone en el corazón de sus mejores hijos un celo siempre activo y los envía por todas partes como mensajeros de Jesucristo. Madre prudente, ella nos evita los excesos sectarios, los entusiasmos engañosos que dan lugar a perniciosos virajes; ella nos enseña a amar todo lo que es bueno, todo lo que es verdadero, todo lo que es justo, a no rechazar nada que no haya sido contrastado. Madre dolorosa, que lleva el corazón traspasado por la espada, ella revive de tiempo en tiempo la Pasión de su Esposo. Madre fuerte, ella nos exhorta a combatir y a dar testimonio por Cristo; más aún, no teme hacernos pasar por la muerte -después de esta primera muerte que es el bautismo-, para engendrarnos a una vida más alta... ¡Bendita sea por tantos beneficios1 ¡Bendita por encima de todas estas muertes que ella nos procura, de estas muertes de las que el hombre es incapaz, y sin las cuales estaría condenado a permanecer siempre siendo el mismo, dando vueltas en el círculo miserable de su caducidad!

¡Alabada seas tú, Madre del amor hermoso, del temor saludable, de la ciencia divina y de la santa esperanza! Sin ti, nuestros pensamientos quedan dispersos y vacilantes: tú los atas en un haz robusto. Tú disipas las tinieblas en las que cada uno se adormece, o se desespera, o lamentablemente “se confecciona a su moda su novela del infinito”. Sin desalentarnos de ninguna tarea, tú nos evitas los desvíos y las desilusiones de todas las Iglesias hechas de mano de hombre. Tú nos salvas de la ruina en presencia de nuestro Dios. ¡Arca viviente, Puerta del Oriente! ¡Espejo sin mancha de la actividad del Altísimo! ¡Tú, que eres amada del Dueño del universo, que estás iniciada en sus secretos y que nos instruyes sobre lo que le agrada! ¡Tú, cuyo resplandor sobrenatural no se empaña en las horas peores! ¡Tú, gracias a quien nuestra noche está bañada de luz! ¡Tú, por quien, cada mañana, el sacerdote sube al altar del Dios que alegra su juventud! Bajo la oscuridad de tu envoltura terrena, la gloria del Líbano está en ti. Tú nos das cada día a Aquel que es el único Camino y la única Verdad. Por ti tenemos en él la esperanza de la vida. Tu recuerdo es más dulce que la miel y el que escucha nunca será confundido. ¡Madre santa, Madre única, Madre inmaculada! ¡Oh gran Madre! ¡Santa Iglesia, Eva verdadera, única verdadera Madre de los Vivientes!” (De Lubac, Meditación..., pp. 217-219).


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