La liturgia además está configurada, y como tal se
recibe, por “la tradición apostólica” (I, introd.). Al ser un hecho de
Tradición, junto a lo que expresamente relata o prescribe la Escritura, se recibe y
se tiene como norma lo que ha llegado a la vida de la Iglesia por tradición
apostólica.
La importancia del canto de los salmos en la Iglesia viene avalada por el hecho de la Tradición y por la referencia a san Agustín. “La Iglesia antigua de tal forma cantaba que mandaba salmodiar al cantor con ligera flexión de la voz, de tal manera, que más se asemejaba a un declamador que a un cantor. Por los sensuales, no por los espirituales, se introdujo en la Iglesia la costumbre de cantar, para que, a quienes no conmovían las palabras, se enterneciesen con la suavidad de la armonía” (I, 5).
Explicado lo cual recurre
a la doctrina del Doctor gratiae:
“Así el bienaventurado Agustín, en el libro de sus Confesiones, aprueba la costumbre de cantar en la Iglesia, “para que por el halago de los oídos, dice, al ánimo débil se eleve a la degustación de la piedad, pues en las mismas santas exhortaciones más piadosa y ardientemente se levantan nuestras almas al ardor de la piedad mediante el canto que sin él. Todos nuestros afectos según la diversidad de sones, acaso por la novedad, no me explico por qué misteriosa tendencia, se excitan más mediante el canto que se ejecuta con suave y artística voz” (I, 5).
De la Tradición viene la
práctica litúrgica de los himnos, composiciones poéticas cantadas, rechazadas
en otras Iglesias. Los himnos más antiguos son compuestos por san Hilario y la
composición llega a grado excelso y amplísima difusión en Occidente con san
Ambrosio. Es lo que explica san Isidoro:
“Hilario, obispo de las Galias, pictaviense de origen, conspicuo por su elocuencia, fue maestro en componer himnos. Tras él, es gloriosamente conocido el obispo Ambrosio, enaltecido varón en Cristo y doctor clarísimo en la Iglesia como prolífico autor de himnos; por él les viene el nombre de himnos ambrosianos, porque fue durante su episcopado cuando comenzaron a entonarse en la diócesis de Milán y, tan célebres se hicieron, que se extendieron a todas las iglesias de Occidente. Se da el nombre de himno a toda composición poética compuesta para alabar a Dios” (I, 6).
Es la Tradición la que entrega
las Escrituras, les reconoce su inspiración y la proclama en la liturgia:
“Hemos recibido la tradición, que arranca de los príncipes de las iglesias, que por amor a la verdad y a la piedad, han de ser leídos y aceptados los libros del Antiguo Testamento” (I, 11).
Las Escrituras tuvieron muchas traducciones
del griego al latín, pero –por Tradición- se emplea la versión de la Vulgata por su fidelidad
al hebreo y la autoridad del traductor: “Del hebreo al latín únicamente el
presbítero Jerónimo realizó la versión de las Santas Escrituras. Y es ésta la
edición que generalmente y por todas partes utilizan las iglesias, porque es la
más exacta en los textos y la más clara en las palabras” (I, 12).
La
disposición y orden a la hora de celebrar la Misa, tal cual la vive y oficia san Isidoro, la
atribuye directamente a san Pedro y lo califica de manera universal como la
forma de celebrar de toda la
Iglesia (evidentemente, con inexactitud histórica y
desconocimiento de los diversos ritos, pero sí con idea clara de que la
estructura litúrgica de la celebración proviene de la Tradición misma):
“Fue san Pedro el primero que estableció el orden de la Misa y de sus oraciones, mediante las cuales consagramos a Dios el sacrificio que le ofrecemos, y de esta misma forma se realiza esta celebración en el universo mundo” (I, 15).
Da
pues origen apostólico, de Tradición, a la liturgia y pasa luego a describir
las siete oraciones con las que se consagra el sacrificio: Oratio admonitionis,
Alia, Post-Nomina, Ad Pacem, Inlatio, Post-Pridie y el Padrenuestro. También el
Padrenuestro es interpretado desde la misma Tradición, a tenor de los
comentarios patrísticos que san Isidoro conoce: “En esta petición, como escribieron
los Padres...” (I, 15).
La Eucaristía se celebra
según la Tradición. Las
materias son el pan y el cáliz con vino y agua: “Ambas materias visibles,
santificadas por el Espíritu Santo, se convierten en el sacramento del Cuerpo
divino”. Recurre entonces a un texto muy extenso, clásico, de san Cipriano que
detalla la materia eucarística ante la herejía de los acuarianos: “Por lo que,
como el santísimo Cipriano dice: El cáliz del Señor se ofrece mezclado con vino
y agua, porque entendemos que el agua representa al pueblo, mientras que en el
vino se muestra la Sangre
de Cristo...” (I, 18).
La
liturgia tiene como praxis inmemorial la oración por los difuntos y el ofrecer
la oblación eucarística por ellos. Esto, igualmente, viene de la Tradición y conforma la
liturgia:
“Ofrecer el sacrificio por el descanso de los fieles difuntos y orar por ellos, ya que ésta es la costumbre que se observa en todo el mundo, creemos que fue instituida por los Apóstoles. Es lo que, en todas partes, mantiene la Iglesia Católica. Porque si no creyese que a los fieles difuntos se les perdonan los pecados, ni por sus almas daría limosnas ni ofrecería el sacrificio a Dios” (I, 18).
Esta
oración por los difuntos, avalada por la costumbre universal, es recogida por
san Agustín formando parte más importante de la Tradición:
“A algunos allá les serán perdonados los pecados de los que quedarán limpios con cierto fuego purgatorio. Por ello, en cierto lugar, afirma el santísimo Agustín: Sin lugar a duda, las almas de los difuntos son aliviadas por la piedad de los suyos todavía vivos cuando por ellos ofrecen el sacrificio o reparten limosnas...” (I, 18).
Un
genérico “los antiguos Padres” es expresión de san Isidoro para enlazar las
prácticas eclesiásticas con la Tradición. Algunos ejemplos nos pueden ilustrar.
La veneración a los mártires y la celebración de sus fiestas “fueron
establecidas por los antiguos Padres para venerar su misterio” (I, 35). Y de la
misma manera explica el origen del ayuno en las kalendas de enero: “Visto lo cual
[los excesos paganos con las Saturnalias], los santos Padres, pensando que en
este día la mayor parte del género humano se entregaba a sacrilegios y
lujurias, establecieron, en el mundo universo y en todas las iglesias, un ayuno
público...” (I, 41).
Serán los Padres los que establezcan las normas para la
vida de los clérigos y su oficio eclesiástico:
“Con las reglas establecidas por los Padres se pretende que los clérigos, apartados de la vida secular, se abstengan de los placeres del mundo, no participen en espectáculos y fiestas, huyan de los banquetes públicos y que los privados no sólo sean honestos, sino también sobrios. Que jamás se den a la usura...” (II, 2).
A los Padres se les
atribuye la edad mínima del diaconado: “Desde los veinticinco años arriba (Nm
8,24), se les manda servir en el tabernáculo, y tal regla la
institucionalizaron los santos Padres, apoyados en el Nuevo Testamento” (II,
8). Y según san Isidoro, son los Padres los que incorporan el rito de la sal en
la Iniciación
cristiana:
“El rito de la sal que se da a los bautizados en el sacramento, fue instituido por los Padres, para que gustándolo perciben el condimento de la sabiduría y no se desprendan del sabor de Cristo, no se conviertan en insípidos, no vuelvan la vista atrás, como la mujer de Loth, y para que, cuidando de no dar malos ejemplos y así, mientras ellos se mantienen firmes, sean condimento para los demás” (II, 21).
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