viernes, 28 de enero de 2022

La fortaleza, virtud (I)



1. Junto a la prudencia y la justicia, la fortaleza y la templanza son las otras dos virtudes morales cardinales necesarias para estructurar y guiar nuestro obrar moral. Alrededor de ellas otras virtudes más pequeñas van naciendo, perfeccionando nuestra alma en este camino de santidad. Más adelante las veremos. 




Cerramos así hoy el capítulo más grande e importante de la vida moral: las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). En el fondo es sólo configurarnos, tomar la forma del mismo Cristo en nosotros.

2. La virtud cardinal de la fortaleza ejerce la función de enardecer, impulsar, encender, aquilatar, la voluntad y el deseo (o los propósitos santos) para no desistir o cansarse en conseguir el bien que es arduo o difícil, por encima de los riesgos, las dificultades, el cansancio, la aparente esterilidad. 

 
Esta virtud de la fortaleza robusteciendo y empujando el alma hacia el bien, puede llegar hasta dar la vida, y es el caso de la fortaleza de los mártires, de los cuales canta el prefacio: “en su martirio, Señor, has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio”.

Esta virtud de la fortaleza es constantemente infundida por el Señor en su Palabra: “Sed fuertes y valientes de corazón los que esperáis en el Señor” (Sal 30), “espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo” (Sal 26); las mismas palabras de ánimo dirige Cristo: “en el mundo tendréis luchas, pero tened valor, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33), “ánimo, soy yo, no temáis” (Mc 6,50).

Es la certeza de su Presencia: (“yo estoy con vosotros”) la que va transformando al creyente en fuerte, revistiéndolo de la fortaleza interior de Cristo en la cruz; es la certeza de su Presencia, experimentada en la Eucaristía, la Palabra y la oración, la que disipa todo miedo, temor o angustia. “¿Quién nos separará del Amor de Dios?” (Rm 8,31), ya que “en todo vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8,37), y la certeza de su Presencia nos permite reconocer que “todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4,13). 

Reconociendo esta Presencia entrañable de Cristo, Camino, Verdad y Vida, “¿a quién hemos de temer?” (Sal 26); sabiendo que él camina con nosotros “por cañadas oscuras” (Sal 22), que Él es la defensa y garantía de nuestra vida, ¿qué o “quién nos hará temblar”? (Sal 26).

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