miércoles, 19 de enero de 2022

"Anunciamos tu muerte..." - II (Respuestas - XXXII)



4. Siempre más sobrio, el rito romano no conoce ni practicó tantas intervenciones por parte de los fieles. Tradicionalmente sólo tuvo tres: el diálogo inicial, el Sanctus y el Amén final.

            Con la reforma litúrgica y el Misal romano de 1970 se introdujo una aclamación después de la consagración. Las palabras “Mysterium fidei”, que con el transcurso de los siglos se desplazaron al interior de las palabras de la consagración del cáliz, se eliminaron de ese lugar y se colocaron tras la consagración como una afirmación de fe y aclamación que el sacerdote pronuncia: “Éste es el sacramento de nuestra fe” o “Éste es el Misterio de la fe”, y los fieles cantan o responden: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”



            Al reimprimir la segunda edición del Misal romano en castellano, en 1988, se añadieron otras dos fórmulas más, de libre elección, para esta aclamación después de la consagración. En la 2ª fórmula, el sacerdote dice: “Aclamad el misterio de la redención”, y se responde: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”. Por último, en la 3ª fórmula ad libitum el sacerdote dice: “Cristo se entregó por nosotros”, prosiguiendo el pueblo: “Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor”.

            El sentido de aclamación que poseen estas fórmulas, requiere que en las Misas más solemnes se cante, enfatizando la alabanza de todos.


            Hay que advertir y reconocer el sentido de esta respuesta o aclamación. Situada justo después de la consagración, es una confesión de fe y un reconocimiento de que el Misterio se ha hecho presente, se ha realizado la Presencia real y sustancial de Cristo glorioso en el altar, bajo las especies eucarísticas. Así, si toda la plegaria eucarística se dirige a Dios Padre, pronunciada por los labios del sacerdote, esta aclamación la dirigen los fieles todos directamente a Jesucristo, presente en el altar: “anunciamos tu muerte…”, “hasta que vuelvas”, “por tu cruz y resurrección”.

            Una rúbrica, que pasa desapercibida, restringe la respuesta sólo al pueblo, no la dice el sacerdote junto con el pueblo; es más, si no hubiere ningún fiel presente –por ejemplo, una misa conventual, o unos ejercicios espirituales de sacerdotes-, se omite esa aclamación y su respuesta. ¿Razón? La oración sacerdotal debe dirigirse siempre en la plegaria eucarística al Padre y no cambiar de sujeto (a Cristo) con una aclamación. Es una respuesta, e incluso un derecho, del sacerdocio bautismal de los fieles reconociendo lo que el ministerio sacerdotal ha realizado (Cristo por medio de sus ministros).

            En el Ordo de concelebración, las rúbricas son muy claras. “Si asiste pueblo a la concelebración, el celebrante principal dice una de las siguientes fórmulas: Éste es el sacramento de nuestra fe… Pero si no hay pueblo, se omite tanto la monición como la aclamación”. Y siguen las rúbricas señalando lo siguiente: “Después de la aclamación del pueblo –o inmediatamente después de la consagración, si el pueblo no asiste-, el celebrante principal, en voz alta, y los demás concelebrantes, en voz baja, continúan diciendo con las manos extendidas: Por eso, Padre, nosotros, tus siervos…”

            Lla aclamación es propia y exclusiva del pueblo santo: “Después de la consagración, habiendo dicho el sacerdote: Este es el Sacramento de nuestra fe, el pueblo dice la aclamación, empleando una de las fórmulas determinadas” (IGMR 151). La aclamación sólo la cantan los fieles presentes, no la canta el sacerdote ni los concelebrantes; y si no hubiese pueblo, se omite.


            5. Acudamos al sentido de las palabras, deteniéndonos en considerar qué confesamos al cantarlas.

            “Éste es el sacramento de nuestra fe”, “Éste es el Misterio de la fe”. En la Eucaristía se hace presente el Misterio. No es una acción humana, o grupal, sino el Misterio que se hace presente, que viene a nosotros con todo su poder salvador, la presencia del mismo Señor dándose a su Iglesia-Esposa. Sólo los ojos de la fe pueden reconocer el Misterio, confesarlo y adorarlo. Es, por tanto, una acción divina la que realiza el sacramento.

            “Mysterium fidei!”, ¡el Misterio de la fe! Con palabras de Juan Pablo II: “Verdaderamente, la Eucaristía es mysterium fidei, sacramento de nuestra fe, misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido solo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino sacramento” (Ecclesia de eucaristía, n. 15). La monición sacerdotal proclama esta presencia real de Cristo, la entrada del Misterio, siempre bajo el velo de los signos sacramentales que sólo la fe puede penetrar: “En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia. Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina” (Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine, n. 11).

            También, en el mismo sentido, otra de las moniciones sacerdotales: “Aclamad el misterio de la redención”. En el altar, en el sacrificio eucarístico, se ha hecho presente la obra entera de la redención y su poder salvador. Ni es un símbolo, ni mero recuerdo, ni simple gesto de fraternidad humana o comida de amigos. La oración sobre las ofrendas del Jueves Santo, en la Misa en la Cena del Señor, inspirándose en un texto de san León Magno (o incluso, redactada por él), confiesa: “Concédenos, Señor, participar dignamente en estos misterios, pues cada vez que celebramos este memorial de la muerte de tu Hijo, se realiza la obra de nuestra redención”.

            No menos expresiva la tercera monición facultativa: “Cristo se entregó por nosotros”. La entrega de Cristo en la cruz es lo que se vuelve a realizar, sacramentalmente, en el altar. Esa monición es profundamente paulina: Cristo “me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20), “él se entregó a sí mismo por ella (la Iglesia)” (Ef 5,25ss). Esta entrega sacrificial, y llena de amor, está presente en el altar.




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