Entre los ministerios o funciones para la vida de la Iglesia, hay que contar con la teología. Ésta es necesaria. Ésta es una riqueza. Ésta es un don.
La teología es un bien para la Iglesia, por lo que hay que valorarla, y el desempeño de esa teología requiere personas con dedicación casi exclusiva, el teólogo.
La fe revelada es pensable, es razonable, y por tanto, hay que intentar comprenderla hasta donde se pueda, dar razón de ella, y estar en contacto con la Verdad -con Cristo mismo- por medio de una vida de escucha y adoración, de mucha lectura y de estudio de las fuentes, de los Padres, de la Tradición, de la Liturgia misma.
No, no hay que mirar con sospecha ni con recelo ni la teología en sí ni el noble oficio del teólogo.
La teología es necesaria y es un bien; con palabras de Louis Bouyer:
"La teología, como todo conocimiento humano por lo demás o todo producto del arte humano en una civilización normal, no se dirige a los especialistas. Está hecha por especialistas, naturalmente, pero con una perspectiva de cooperación que es esencial a toda sociedad civilizada, donde las tareas de cada uno, aunque diferentes, se articulan unas con otras y concurren al bien común de todos.
Así la teología se destina a nutrir la predicación que se dirige a todos, sea misionera o de profundización espiritual en el interior mismo de la Iglesia, los dos aspectos nunca son separables. Es por lo que el teólogo se pierde en un mundo de ideas muertas cuando separa la actividad que despliega en su gabinete donde piensa, reflexiona y escribe de su actividad de presbítero, o, si es un laico, ya que el laico puede ser también teólogo, de su actividad de testimonio en la sociedad cristiana y en la sociedad no cristiana para abrirla al cristianismo.
Una teología que no está sostenida por este esfuerzo de testimonio, por este esfuerzo de ministerio no puede ser una teología valedera. Ningún sacerdote puede dispensarse de teología, pero un profesor de teología debe intentar mostrar cómo la teología elaborada por teólogos que han hecho una obra creadora, en la línea que he intentado decir, toca y reúne las necesidades reales de los hombres a los que los futuros sacerdotes o los laicos destinados a un testimonio público que él forma deben dirigirse y que deben llevar a vivir más plenamente el cristianismo o simplemente a descubrirlo"
(BOUYER, L., Le métier du théologien, Paris 1979, pp. 222-223).
Sabiendo esto, es muy importante que el teólogo tenga los pies muy en la tierra para no divagar. El ejercicio del ministerio sacerdotal en concreto equilibra mucho.
¿Cómo hacer una teología del dolor y del sufrimiento sin visitar nunca a los enfermos y escucharlos, y confesarlos, y ungirlos?
O para entender de verdad la lucha del cristiano, sus debilidades, ¡nada mejor que pasar mucho tiempo en el confesionario! No vaya a ser que la divagación teológica jamás responda a ninguna pregunta planteada por nadie.
Bouyer insiste en este realismo pastoral del teólogo que libra de muchos enfoques descuadrados:
"Es necesario que el teólogo sea un hombre de estudio y de reflexión que se apoye en las ciencias fundamentales que son la exégesis, la historia de los dogmas, la historia de la teología, hace falta también que preste atención a los documentos del Magisterio, y más aún que él esté en comunicación viva con lo que es lo esencial en la vida de la Iglesia, de la vida de las almas en la Iglesia, que tenga por consiguiente una responsabilidad, un encargo pastoral concreto, que esté inmerso en un ministerio en relación con esta vida de la Palabra en las almas.
Por otra parte, como la teología no es una especialidad entre otras, le hace falta al teólogo una cultura humana muy amplia y muy profunda que le permita situar la Revelación en toda la experiencia humana..." (Id., p. 220).
Todos estos puntos deben confluir para elaborar una verdadera teología; y estos puntos que hemos ido señalando serán un baremo para que distingamos la buena teología de la falsa teología (más bien, una ideología camuflada)... ¡y que apreciemos a los teólogos de verdad y la teología misma!
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