La Eucaristía comprende y
abarca muchas realidades espirituales, de gran belleza que piden, por parte de
cada uno de los celebrantes, ser interiorizadas.
La catequesis sobre la Eucaristía de la Iglesia Antigua
partía de los mismos ritos de la celebración, de aquello que se hacía, para
ofrecer una comprensión profunda del Misterio que se realizaba. Detengámonos en
dos momentos elocuentes de la
Eucaristía: el lavatorio de manos por parte del sacerdote que
preside y el signo de la paz de la asamblea.
El lavatorio de las manos es un rito
antiguo que nunca se ha suprimido de la liturgia de la Eucaristía, por el
contenido espiritual que posee. Dice S. Cirilo de Jerusalén en sus catequesis:
“Habéis visto cómo el diácono alcanzaba el agua, para lavarse las manos, al sacerdote y a los presbíteros que estaban alrededor del altar. Pero en modo alguno lo hacía para limpiar la suciedad corporal. Digo que no era ése el motivo, pues al comienzo tampoco vinimos a la Iglesia porque llevásemos manchas en el cuerpo. Sin embargo, esta ablución de las manos es símbolo de que debéis estar limpios de todos los pecados y prevaricaciones. Y al ser las manos símbolo de la acción, al lavarlas, significamos la pureza de las obras y el hecho de que estén libres de toda reprensión. ¿No has oído el bienaventurado David aclarándonos este misterio y diciendo: “Mis manos lavo en la inocencia y ando en torno a tu altar, Señor” (Sal 25,6)? Por consiguiente, lavarse las manos es un signo de la inmunidad del pecado”[1].
Todavía el sacerdote, después de
haber presentado las ofrendas y haberlas incensado, se lava las manos, fuera de
la Mesa del
altar, rezando: “Lava del todo mi delito, limpia mi pecado”. Hemos de estar
purificados y limpios para el Gran Misterio de la Fe.
Un segundo rito que se expone a la
mirada de los fieles es el rito de la paz, que siglos atrás se hacía antes de
presentar las ofrendas y ahora está situado inmediatamente antes de la Fracción del Pan con el
canto del Cordero de Dios. ¿Cuál es la belleza y la verdad del signo de la paz?
“El diácono exclama: “Hablaos y besémonos mutuamente”. Y no pienses que este ósculo es de la misma clase que los que se dan los amigos mutuos en la plaza pública. Este beso no es de esa clase. Pues reconcilia y une unas almas con otras, y les garantiza el total olvido de las injurias. Es signo, por consiguiente, de que las almas se funden unas con otras y de que deponen cualquier recuerdo de las ofensas. Por eso decía Cristo: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24). Por tanto el ósculo es reconciliación y, por ello, es santo, como dice en alguna parte el bienaventurado Pablo: “Saludaos los unos a los otros con el beso santo” (1Co 16,20); y Pedro: “Saludaos unos a otros con el beso fraterno” (1P 5,14)”[2].
Vivamos santamente los misterios
grandes que el Señor nos ha entregado. Con corazón contrito y humillado, con corazón
limpio y reconciliado.
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