martes, 24 de julio de 2018

Condición sine qua non para muchas cosas (Palabras sobre la santidad - LVII)

Aburridos y cansados de palabras y más palabras, de discursos y más discursos programáticos, de demagogia que se ve a leguas y sin embargo es aplaudida por conciencias adormecidas y mentes embrutecidas... lleguemos al centro y núcleo: la santidad es lo único que vale, y, por tanto, es la condición sine qua non para obras grandes, hermosas, perdurables, llenas de verdad.

Las cosas ni se hacen ni se cambian de verdad, en su ser, por la fuerza de los discursos, ni por la capacidad humana confiada en solamente en sí misma y en su presunta bondad; tampoco se cambian por la razón ilustrada y el activismo desbordante; mucho menos por el populismo lleno de gestos grandilocuentes para que sean bien vistos, ni tampoco por las soflamas de los siempre omnipresentes profetas -así se llaman ellos a sí mismos, cuando en realidad son pseudo-profetas-.

Las cosas, es decir, la vida, el mundo, la cultura, la misma Iglesia, etc., sólo se cambian y se transforman si hay santidad, y si no, es esfuerzo inútil que pronto se derrumba.

Por ejemplo, la reforma de la Iglesia. Sabemos que ella misma se define como "Ecclesia semper reformanda", Iglesia siempre en proceso de reforma porque sus hijos la entorpecemos, la afeamos. Pero, ¿quién reforma la Iglesia? ¿Acaso el ideólogo? ¿El inconformista? ¿El que ha asumido los planteamientos y mentalidad del relativismo, de la democracia, de una Iglesia popular? 

¿Quién la reforma? ¿Quien quiere hacerla más humana y menos divina, plagiando descaradamente el funcionamiento de las sociedades liberales? ¿Aquél que quiera hacerla a su medida, sentado en una mesa, en unas interminables reuniones? ¿El que busca arrasar con todo, y comenzar de cero, de nuevo, a partir de sí mismo, sin solución de continuidad con la Iglesia de siempre, la que arranca del mismo Cristo y los Apóstoles, la que se engarza en la Tradición?

Pues más bien, y de manera ineludible, será la santidad la que reforme la Iglesia, porque lo hará de un modo fiel a Cristo y al Espíritu Santo, con conciencia eclesial. Así lo hicieron los santos reformadores a lo largo de la historia y así sigue siendo real también hoy. Sólo la santidad es capaz de reformar la Iglesia; lo demás, no sirve.


                "Y estas razones para la santidad son claras y evidentes a todos los que hoy viven en un período de profundas transformaciones de pensamiento y costumbres, y así se explica que se hayan puesto en tela de juicio ciertas normas tradicionales que hacían buena, ordenada, santa la conducta del que las practicaba. Explicable pero no loable, no puede aprobarse sino con mucho cuidado y cautela, y siempre bajo la égida de quien posee ciencia y autoridad para dictar leyes de vida cristiana.

           Desgraciadamente, hoy asistimos a un relajamiento en la observancia de los preceptos que la Iglesia ha propuesto hasta ahora para la santificación y dignidad moral de sus hijos. Un espíritu de crítica y hasta indocilidad y rebeldía pone en tela de juicio normas sacrosantas de la vida cristiana, de la conducta eclesiástica, de la perfección religiosa. Se habla de “liberación”, se hace del hombre el centro de todo culto, se toleran los criterios naturalistas, se priva a la conciencia de la luz de los preceptos morales, se altera la noción de pecado, se impugna la obediencia y se discute su función constitucional en el ordenamiento de la comunidad eclesial, se aceptan formas y gustos de acción, pensamiento, diversión que hacen del cristiano no ya el fuerte y austero discípulo de Cristo sino al gregario de mentalidad y moda corriente, el amigo del mundo que, en vez de ser llamado a la concepción cristiana de la vida ha logrado que el cristiano se pliegue a la fascinación y juego de su pensamiento exigente y voluble. De ningún modo debemos concebir el aggiornamento (puesta al día) a que nos invita el Concilio; hay que concebir este aggiornamento no para debilitar el temple moral del católico moderno sino más bien para aumentar sus energías y hacer más conscientes y operantes sus compromisos que una concepción genuina de la vida cristiana, corroborada por el Magisterio de la Iglesia, propone de nuevo a su espíritu.
 
          Y debemos tener  esto presente tanto más si queremos que de verdad el cristianismo, como la Iglesia católica lo interpreta y vive, cumpla su función de luz, unidad, regeneración, prosperidad, paz, salvación en el mundo moderno. ¿Quién ignora que sólo un cristianismo auténtico merece vivirse, y sólo si se vive en plenitud, adquiere virtud de salvación para la humanidad? Lo cual significa que la Iglesia necesita santos y también el mundo, y, por consiguiente, nuestra humilde exhortación: ¡sed santos!, merece que la aceptéis y reconsideréis" (Pablo VI, Audiencia general, 7-julio-1965).

 Recordemos la premisa: la santidad es la que reforma la Iglesia, porque nace de la propia exigencia interior de los santos que se han reformado a sí mismos a medida de Cristo:

"Reformas, sí; pero comenzando por la interior... De nada servirían las reformas exteriores sin esa continua renovación interior, sin ese afán por modelar nuestra mentalidad sobre la de Cristo, de acuerdo con la interpretación que la Iglesia nos ofrece" (Pablo VI, discurso a los párrocos y predicadores cuaresmales de Roma, 21-febrero-1966).
 
Es condición la santidad para descubrir, con mirada de amor, de fe, de misericordia, las necesidades tanto de la Iglesia como de la sociedad y de las personas concretas.

Los santos tuvieron una mirada sobrenatural, viendo allí donde otros apenas descubrían nada; y al ver la carencia, acudieron ofreciendo lo mejor de sí mismos llenos de misericordia. Ningún discurso de denuncia profética, ni panfletos acusadores de la situación repartiendo culpas a diestro y siniestro. Sirvieron al mundo y a los hombres porque vieron más allá de las apariencias, y amaron. Por eso, la santidad es condición sine qua non para servir gratuita, desinteresadamente, con una mirada de amor incondicional:

"Por ello, abrir los ojos a las necesidades del Reino de Dios tiene una importancia moral y formativa de primer orden. Quien abre los ojos a estas necesidades siente nacer dentro de sí un sentido nuevo de responsabilidad, como una invitación, un estímulo, una vocación. Hay un capítulo en muchas vidas de Santos, en el que se narra precisamente el descubrimiento que el futuro Santo hace de las necesidades espirituales, morales, o de caridad, que lo rodean; y este descubrimiento provoca en él un nuevo imperativo: puedo, debo, quiero. La visión se convierte de externa e interna; y el Espíritu Santo habla en el corazón de quien ha abierto el corazón a los sufrimientos de los hermanos, a las necesidades de la Iglesia y ese soplo misterioso transforma al hombre de egoísta, de tímido e inepto en un nuevo hombre, animoso, ingenioso, generoso; en un héroe, en un santo.
 
 Pero no es preciso que cada uno llegue a tanto, como no es necesario que cada uno haga a propósito una investigación sobre las necesidades, ya sean generales o particulares de la Iglesia, para encontrar la forma de testimoniarle su propósito, de hacer algo en su favor. Es suficiente con que cada uno mire adelante y en torno a sí, en el campo de su experiencia eclesial, y verá inmediatamente la cantidad y la calidad de las necesidades que allí existen, presentes, urgentes, que pide colaboración, oración, apostolado, don de tiempo y dinero, testimonio, defensa, amor... Lo que importa es suscitar en sí mismo esta actitud: mirar, ver, comprender las necesidades de la causa de Cristo, que existen en torno nuestro" (Pablo VI, Audiencia general, 28-septiembre-1966).

La santidad es la condición previa de todo. La santidad es la respuesta.

La santidad es la palabra esperanzada. La santidad es la caridad operativa.

La santidad es la mayor necesidad para el mundo y la Iglesia. La santidad es el cauce para obrar bien el Bien.

Y sin santidad de vida, nada vale, nada sirve, nada es verdadero ni bello, sino falaz, momentáneo, espectacular en un instante para apagarse rápidamente, sin frutos: ¡sólo fuegos artificiales!

"En esta hora atormentada... no hay más que una respuesta, la santidad... Vitalidad para el futuro: la santidad" (Pablo VI, Discurso en el Centenario de las Hijas de Mª Auxiliadora, 17- julio-1972).

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