Más entretenidos a veces en las cosas que en las personas, tal vez en ocasiones nuestro acercamiento al Señor es algo torpe, y nos fijamos y valoramos más lo que Él hace, que lo que Él mismo es.
El mayor don, el mayor regalo, el mayor milagro, es la Presencia misma de Cristo en nuestro vida. Con Él, lo tenemos todo; sin Él, no somos nada.
Tal vez sea más llamativo, y más apetecible, fijarse y esperar sus obras, sus milagros y prodigios, pero el mayor prodigio que nos ha podido ocurrir nunca es, sin duda, que Él ha entrado en nuestra vida, que Él ha salido a nuestro camino y nos ha invitado a estar con Él ("venid y veréis") y, desde entonces, ya nada es igual, ni gris, ni absurdo.
Jesucristo es el mayor milagro de nuestro vida.
"Voy a referirme brevemente a la página evangélica de este domingo, un
texto que dio vida a la famosa frase "Nadie es profeta en su patria",
es decir, que ningún profeta es bien recibido entre las personas que lo
vieron crecer (cf. Mc. 6,4). De hecho, después de que Jesús, cercano a
los treinta años, había dejado Nazaret y ya desde hacía un tiempo estaba
predicando y obrando y curando por otros lugares, regresó una vez a su
pueblo y se puso a enseñar en la sinagoga. Sus conciudadanos
"permanecieron sorprendidos" por su sabiduría y, a sabiendas de él como
el "hijo de María", el "carpintero", que había vivido en medio de ellos,
en lugar de acogerlo con fe se escandalizaban de Él. (cf. Mc. 6, 2-3).
Este hecho es comprensible, porque la familiaridad en el plano humano
hace que sea difícil ir más allá y abrirse a la dimensión divina. Jesús
mismo aplica como ejemplo la experiencia de los profetas de Israel, que
en su propia casa habían sido objeto de desprecio, y se identifica con
ellos. Debido a esta cerrazón espiritual, Jesús de Nazaret no podía
realizar en Nazaret "ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a
quienes curó imponiéndoles las manos" (Mc. 6,5). De hecho, los milagros
de Cristo no son una exhibición de poder, sino los signos del amor de
Dios, que tiene lugar allí donde encuentra la fe del hombre. Orígenes
escribe: "Así como para los cuerpos hay una atracción natural de unos
hacia los otros, como el imán al hierro, así tal fe ejercita una
atracción sobre el poder divino" (Comentario al Evangelio de Mateo 10, 19).
Por tanto, parece que Jesús --como se dice- se de a sí mismo una
razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret. En cambio, al final
de la historia, nos encontramos con una observación que dice todo lo
contrario. El evangelista escribe que Jesús "se maravilló de su falta de
fe" (Mc. 6,6). Ante el asombro de sus conciudadanos, que se
escandalizan, se da el maravillarse de Jesús. ¡También él, en un cierto
sentido, se escandaliza! A pesar de saber que ningún profeta es bien
recibido en su tierra, sin embargo la cerrazón del corazón de su gente
sigue siendo para él oscura, impenetrable: ¿Cómo es posible que no
reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de
Dios, que quiso compartir nuestra humanidad? De hecho, el hombre Jesús
de Nazaret es la transparencia de Dios, en Él Dios permanece plenamente.
Y aunque siempre buscamos otros signos, otros milagros, no nos damos
cuenta que el Signo real es Él, Dios hecho carne, Él es el milagro más
grande del universo: todo el amor de Dios contenido en un corazón
humano, en el rostro de un hombre.
Alguien que ha entendido verdaderamente esta realidad es la Virgen
María, feliz porque ha creído (cf. Lc. 1,45). María no se escandalizó de
su Hijo: su asombro por Él está lleno de fe, lleno de amor y de
alegría, al verlo tan humano y a la vez tan divino".
(Benedicto XVI, Ángelus, 8-julio-2012).
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