jueves, 12 de julio de 2018

Necesidad de los santos en esta época (Palabras sobre la santidad - LVI)

Dios, en su Providencia, da a la Iglesia siempre lo que necesita para su vida, su misión y su tarea evangelizadora. Cuando la Iglesia se enfrentaba a nuevas circunstancias, o nuevas pobrezas, o nuevos retos, Dios ha suscitado santos, los ha llevado con su mano y los ha forjado, para dar respuesta a esos desafíos y abrir nuevos caminos que otros pudieran transitar.


Cada época tiene sus santos característicos como respuestas a esos momentos concretos y son pruebas evidentes de cómo Dios es siempre providente para con su Iglesia. Ninguna época o etapa histórica ha quedado desierta, sin santidad visible -como lumbreras y norma para los demás-, ninguna ha quedado vacía, sin santos.

Para nuestra época, igualmente, Dios llama a la santidad a quienes van a iluminar la Iglesia y responder a los nuevos retos que se presentan y que, tiempo atrás, ni se hubieran imaginado. 

¿Son los santos la respuesta acertada? Para esta época de postmodernidad, de dictadura del relativismo, ¿son los santos la respuesta? Para esta nueva evangelización, ¿son los santos la respuesta? ¿No serían más bien la respuesta nuevos planes, nuevas programaciones, nuevas reuniones? Realmente, lo único necesario son los santos.

Tenemos necesidad de santos hoy. Tenemos necesidad de nuevos fenómenos de santidad, concretos y reales, que serán la verdadera palabra iluminadora y confortadora hoy. Ellos son la solución.

La Iglesia entera despierta ante la llamada universal a la santidad, con la Constitución dogmática Lumen Gentium (en su capítulo V); la Iglesia entera, tras el Jubileo del 2000, opta por la santidad como prioridad, en la Carta Novo millennio ineunte de Juan Pablo II.

"Y podemos decir todavía más: esta dificultad de tener que amar a la Iglesia en su humana realidad ha disminuido hoy. Hoy la Iglesia presenta un rostro más digno de admiración que de reproche y compasión. Hoy en toda la Iglesia se notan esfuerzos magníficos de autenticidad, de renovación, de vitalidad  cristiana, de santidad, una santidad menos habitual y ambiental, si queréis, que la de otros tiempos, pero más personal y consciente, y también más comunitaria y operante. Hoy la Iglesia, después del concilio, está toda atenta a su interior reformar; oración y dogma se iluminan mutuamente y dan a la vida espiritual de la Iglesia el sentido de verdad y de plenitud en su coloquio con Dios, una profundidad interior que ahonda en cada alma y una expresión armónica y coral en la celebración litúrgica de los misterios sacramentales" (Pablo VI, Audiencia general, 18-septiembre-1968).

La Iglesia y el mundo necesitan santos; el mejor y más fructífero camino pastoral será suscitar el anhelo de santidad, acompañar con una eficaz y sabia pedagogía el camino de la santidad.

 La Iglesia y el mundo necesitan santos, es decir, hombres y mujeres que sean puras transparencias de Cristo, portadores del Espíritu Santo, con un alma eclesial clara e incontestable.

La Iglesia y el mundo están cansados de palabrerías, de falsos salvadores y mesías, con discursos grandilocuentes y demagogia halagadora a los oídos; la Iglesia y el mundo para vivir no necesitan programaciones y programas, sino santos que señalen rumbos, senderos, marquen pautas, transformen lo inhóspito en lugares habitables, ofrezcan palabras certeras llenas de esperanza.

"La Iglesia tiene necesidad de santos y el mundo también. De santos, decimos, cuyos caminos ásperos y suaves nos enseñan la imitación de Cristo y la tradición eclesiástica; de santos, que en el tumulto de las experiencias modernas, de las ideologías corrientes, de las oposiciones al uso saben ser a un tiempo personales y sociales, o sea, libres del mimetismo colectivo y consagrados espontánea y firmemente al servicio de Dios y de los hermanos. 

Haced, hijos carísimos, de vuestra vida un experimento total de santidad; no os detengáis en medio del camino, no os contentéis con compromisos mediocres, nos os dejéis decepcionar de la fatuidad formidable de la cual está llena nuestra atmósfera; sed verdaderamente discípulos del Maestro, miembros verdaderamente vivos y operantes de la Iglesia de Dios, verdaderamente exaltados y humildes por vuestra decisión, la más difícil entre todas y entre todas la más dulce, la mejor entre todas para la vida presente y para la futura, la decisión de la santidad. Así os hable en el corazón la nueva beata, así os atraiga y os alabe aquel Cristo Señor Nuestro, de quien, celebrando hoy la fiesta de su realeza, la Iglesia nos recuerda que Él es el único orientador de nuestras esperanzas, el único que une nuestros corazones, el único que salva nuestros destinos" (Pablo VI, Discurso en la beatificación de Clelia Barbieri, 27-octubre-1968).

Como la santidad proviene de Dios, no podemos por menos de constatar que también, junto a otros fenómenos y circunstancias, la Iglesia ha visto y ve crecer a hijos suyos, en distintos estados de vida cristianos, con distintos carismas y diferentes espiritualidades, vivir la santidad y empeñarse en la santidad.

Ve nuevos fenómenos de santidad, de conciencia eclesial, de entrega a Cristo. ¡La Iglesia también ve el despertar a la santidad de sus hijos! Y ese "pequeño rebaño" de santidad es un motivo de esperanza y alegría.

                "Quisiéramos ahora preguntar a cada uno de vosotros si habéis puesto atención en esta nueva vitalidad apostólica, que hoy debe invadir los ánimos de quienes se dicen católicos, y que debe disponer a todos para dar un nuevo y positivo testimonio de Cristo. Esto debería ser el posconcilio; ésta, la renovación, el “aggiornamento” deseado por el Concilio.

                A este respecto observaréis dos fenómenos diversos y divergentes. El de los hijos de la Iglesia, que podríamos decir que están cansados de ser católicos y que aprovechan este período de revisión y de ajuste de la vida práctica de la Iglesia para poner todo en discusión, para instaurar una crítica sistemática y destructiva de la disciplina eclesiástica, para buscar una vía más fácil para el cristianismo, un cristianismo desprovisto de la experiencia y del mismo; un cristianismo conformista con el espíritu de las opiniones de los demás y con las costumbres del mundo; un cristianismo ni comprometedor, ni dogmático, ni “clerical”, como dicen. ¿Puede lógicamente derivarse del Concilio semejante cansancio de ser católicos?

                El otro fenómeno, sin embargo, es el descubrimiento de ser católicos, y la alegría de serlo, y con la alegría un vigor activo nuevo, que pone en muchos corazones deseos, esperanzas, propósitos, audacias de nuevas actividades apostólicas. El Concilio ha suscitado una generación de espíritus vigilantes, que han escuchado la voz implorante de la Iglesia para un mayor esfuerzo de apostolado; que se han apartado del gregarismo, de la pasividad, de la aquiescencia, que hace espiritualmente esclava a tanta gente de nuestro mundo de hoy, y que se han impuesto algún sacrificio –para algunos, un gran sacrificio- para estar disponibles para el buen obrar de la Iglesia. Algunos no han  tenido miedo en ofrecer a Cristo su vida (el fenómeno de las vocaciones adultas es elocuente y magnífico); otros, también seglares, marido y mujer, a veces han partido para países de misión; otros, ya fijos en sus puestos de trabajo, se han decidido por una renovación profunda espiritual y una actividad más generosa y eclesial, han “elegido la santidad”. Y la santidad, como es sabido, hoy supone la caridad del apostolado” (Pablo VI, Audiencia general, 27-julio-1966).

Seguimos necesitando santos en la Iglesia, en la sociedad y en el mundo, porque son imprescindibles para fecundarlo todo con el espíritu cristiano, con la vida que viene del Señor.

Seguimos necesitando santos que, como buenos samaritanos, curen las heridas y llagas de este mundo y de la misma Iglesia -por el pecado de sus hijos-.

Lo que más necesitamos son santos: todo lo demás se nos dará por añadidura.

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