Jesucristo es nuestra Paz. Así lo proclama la carta a los Efesios tal como escuchamos este domingo en la liturgia dominical.
¿La paz del consenso?
¿La paz irénica a costa de la verdad?
¿La paz del voluntarismo?
¿La paz de los fuertes sobre los débiles?
¿La paz de la conciencia amortiguada, amordazada, anestesiada?
Otra, otra Paz, muy distinta y verdadera. La tranquilidad en el orden -diría san Agustín en La Ciudad de Dios- de manera que reina un orden nuevo y verdadero, porque la paz va asociada a la Verdad.
Benedicto XVI comentaba esta lectura y señalaba algunas consecuencias existenciales que se derivan del hecho de que Cristo sea nuestra paz. Así podremos discernir la verdadera de la falsa paz en nuestra conciencia.
"La Palabra de Dios de este domingo nos vuelve a proponer un tema
clave y siempre fascinante de la Biblia: nos recuerda que Dios es el
pastor de la humanidad. Esto significa que Dios quiere para nosotros la
vida, quiere guiarnos hacia buenos pastos, en el que podemos
alimentarnos y reposar; no quiere que nos perdamos y que muramos, sino
que lleguemos al destino de nuestro camino, que es precisamente la
plenitud de la vida. Eso es lo que cada padre y cada madre quiere para
sus hijos: el bien, la felicidad, la realización. En el Evangelio, Jesús
se presenta como el Pastor de las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Su mirada sobre la gente es una mirada "pastoral". Por ejemplo, en el
Evangelio de este domingo, se dice que "al desembarcar, vio mucha gente,
sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tiene
pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas" (Mc. 6, 34). Jesús encarna a
Dios Pastor con su forma de predicar y con su obra, cuidando de los
enfermos y de los pecadores, de los que están "perdidos" (cf. Lc.
19,10), para traerlos de vuelta a salvo, en la misericordia del Padre.
Entre las "ovejas perdidas" que Jesús ha salvado hay también una
mujer llamada María, de la localidad de Magdala, en el lago de Galilea, y
por eso llamada Magdalena. Hoy es su memoria litúrgica en el calendario
de la Iglesia. Dice el evangelista Lucas que de ella Jesús hizo huir
siete demonios (cf. Lc. 8,2), es decir, la rescató de una total
esclavitud al mal.
¿En qué consiste esta profunda sanación que Dios obra a través de
Jesús?
Se trata de una paz verdadera, completa, fruto de la
reconciliación de la persona con sí misma y en todas sus relaciones: con
Dios, con los demás, con el mundo.
En efecto, el Diablo siempre está
tratando de arruinar la obra de Dios, sembrando la división en el
corazón humano, entre el cuerpo y el alma, entre el hombre y Dios, en
las relaciones interpersonales, sociales, internacionales, e incluso
entre el hombre y la creación. El mal siembra la guerra; Dios crea la
paz. De hecho, como dice san Pablo: Cristo «es nuestra paz: el que de
dos pueblos hizo uno, derribando el muro divisorio, la enemistad, a
través de su carne" (Ef. 2,14). Para llevar a cabo esta obra de
reconciliación radical Jesús, el Buen Pastor, ha debido convertirse en
Cordero, "el Cordero de Dios… que quita el pecado del mundo" (Jn. 1,29).
Sólo así ha podido llevar a cabo la maravillosa promesa del Salmo:
"Bondad y amor me acompañarán todos los días de mi vida, / y habitaré en
la casa de Yahvé / un sinfín de días" (22/23, 6).
Queridos amigos, estas palabras nos hacen vibrar el corazón, porque
expresan nuestro deseo más profundo, diciendo para lo que hemos sido
creados: ¡para la vida, la vida eterna! Son las palabras de aquellos
que, como María Magdalena, han experimentado a Dios en sus vidas y
conocen su paz".
(Benedicto XVI, Ángelus, 22-julio-2012).
La verdadera paz sólo la trae Jesucristo
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