viernes, 8 de abril de 2022

Fuerzas ocultas de vida (Palabras sobre la santidad - XCVIII)



            No siempre se puede medir la eficacia y la fecundidad de un santo por las obras exteriores de apostolado, evangelización o caridad, porque muchos santos no fueron llamados a eso sino a la vida cotidiana y ordinaria, o, tal vez, a vivir la enfermedad o la debilidad como participación en la redención de Cristo para el mundo, o quizás a orar e inmolarse en la soledad del monasterio.

 
            No puede estar ahí la clave, en las obras exteriores por muy buenas y necesarias que sean. Hay que buscarla en el Misterio de Dios y en la comunión de los santos. El mismo santo, la santidad misma, es una fuerza oculta que, en el orden sobrenatural, riega y fecunda este mundo como las corrientes de aguas subterráneas. No se ve el santo ni destaca por sus logros apostólicos (¡la vida eclesial no es una empresa con balances de eficacia y ventas!), pero en silencio, en el Misterio, su vida misma es fecunda para todos, aportando invisiblemente luz a todos, expandiendo verdad, bien y belleza.

            Los santos, con su existencia misma se convierten en fermento del mundo desde el corazón mismo del mundo, ocultos pero eficacísimos. “Quedan ocultos en el corazón de Cristo como fermento de un mundo nuevo. Nosotros, los cristianos de hoy, tenemos que entrar con fuerza en esa pedagogía de Dios que marcó a esos hombres. Entrar en ese ritmo de amor y oración, porque la Historia necesita Gigantes” (Mazariegos, E.L., La aventura apasionante de orar, Valladolid 1964, 40).


            Situados así, los santos sólo pueden ser medidos por su misma santidad y por la caridad teologal, no por el volumen de sus obras exteriores. Por el mero hecho de existir con Cristo en Dios, el santo es una fuerza de vida en la historia, un manantial de agua pura que riega la árida tierra de nuestro mundo.

            Ésta es la razón por la que muchísimos santos son anónimos, y no por ello menos santos. Es la muchedumbre inmensa que nadie podría contar y que se les dio a vivir una santidad anónima, oculta, en lo cotidiano de sus existencias, en lo diario de su trabajo, obligaciones, familia, tal vez matrimonio e hijos, oración, ascesis y penitencia.

            ¿Dónde los situó el Señor? Los situó en Nazaret, reviviendo la vida oculta del Señor. Su carisma, por así decir, es la vida oculta, es Nazaret.

            Pocas palabras como éstas, Nazaret, evocan con tanta claridad la santidad que le alcanza a uno en medio del trabajo y de la vida familiar, en el discurrir humilde de las horas gastadas en la más pura cotidianeidad, en el anodino día a día. Nazaret es, finalmente, lugar de la donación libre y gratuita de Dios a los hombres en Cristo, y lugar de su acogida agradecida. Allí comienza la salvación de una manera callada y humilde. Allí adquiere valor santificador la vida ordinaria y el trabajo; de aquí arranca el camino que recorremos hacia Dios y los hermanos.

            El misterio de Nazaret es fecundo. Riega desde dentro con aguas espirituales. Transforman desde dentro. No hacen ruido, pero van fermentándolo todo evangélicamente, paso a paso. Desconocidos, nunca tendrán la fama y la devoción de los grandes santos canonizados, o de los fundadores y reformadores, pero han ido escribiendo la historia de forma anónima, manteniendo la cultura cristiana, afianzando la civilización cristiana. Su vida, en el Misterio, llegó bien lejos por la comunión de los santos aunque aparentemente fuera una existencia pequeña, insignificante.

            Santos así son los que transforman el mundo y hacen despuntar el Reino de Dios y su esperanza. Son fuerzas vivas, ondas de gracia para todos. Simplemente con ser así, con ser ellos mismos, con ser santos. Nada más les pidió el Señor.


No hay comentarios:

Publicar un comentario