No
siempre se puede medir la eficacia y la fecundidad de un santo por las obras
exteriores de apostolado, evangelización o caridad, porque muchos santos no
fueron llamados a eso sino a la vida cotidiana y ordinaria, o, tal vez, a vivir
la enfermedad o la debilidad como participación en la redención de Cristo para
el mundo, o quizás a orar e inmolarse en la soledad del monasterio.
No
puede estar ahí la clave, en las obras exteriores por muy buenas y necesarias
que sean. Hay que buscarla en el Misterio de Dios y en la comunión de los
santos. El mismo santo, la santidad misma, es una fuerza oculta que, en el
orden sobrenatural, riega y fecunda este mundo como las corrientes de aguas
subterráneas. No se ve el santo ni destaca por sus logros apostólicos (¡la vida
eclesial no es una empresa con balances de eficacia y ventas!), pero en
silencio, en el Misterio, su vida misma es fecunda para todos, aportando
invisiblemente luz a todos, expandiendo verdad, bien y belleza.
Los
santos, con su existencia misma se convierten en fermento del mundo desde el
corazón mismo del mundo, ocultos pero eficacísimos. “Quedan ocultos en el
corazón de Cristo como fermento de un mundo nuevo. Nosotros, los cristianos de
hoy, tenemos que entrar con fuerza en esa pedagogía de Dios que marcó a esos
hombres. Entrar en ese ritmo de amor y oración, porque la Historia necesita
Gigantes” (Mazariegos, E.L., La aventura
apasionante de orar, Valladolid 1964, 40).
Situados
así, los santos sólo pueden ser medidos por su misma santidad y por la caridad
teologal, no por el volumen de sus obras exteriores. Por el mero hecho de
existir con Cristo en Dios, el santo es una fuerza de vida en la historia, un
manantial de agua pura que riega la árida tierra de nuestro mundo.
Ésta
es la razón por la que muchísimos santos son anónimos, y no por ello menos
santos. Es la muchedumbre inmensa que nadie podría contar y que se les dio a
vivir una santidad anónima, oculta, en lo cotidiano de sus existencias, en lo
diario de su trabajo, obligaciones, familia, tal vez matrimonio e hijos,
oración, ascesis y penitencia.
¿Dónde
los situó el Señor? Los situó en Nazaret, reviviendo la vida oculta del Señor.
Su carisma, por así decir, es la vida oculta, es Nazaret.
Pocas
palabras como éstas, Nazaret, evocan con tanta claridad la santidad que le
alcanza a uno en medio del trabajo y de la vida familiar, en el discurrir
humilde de las horas gastadas en la más pura cotidianeidad, en el anodino día a
día. Nazaret es, finalmente, lugar de la donación libre y gratuita de Dios a
los hombres en Cristo, y lugar de su acogida agradecida. Allí comienza la
salvación de una manera callada y humilde. Allí adquiere valor santificador la
vida ordinaria y el trabajo; de aquí arranca el camino que recorremos hacia
Dios y los hermanos.
El
misterio de Nazaret es fecundo. Riega desde dentro con aguas espirituales.
Transforman desde dentro. No hacen ruido, pero van fermentándolo todo
evangélicamente, paso a paso. Desconocidos, nunca tendrán la fama y la devoción
de los grandes santos canonizados, o de los fundadores y reformadores, pero han
ido escribiendo la historia de forma anónima, manteniendo la cultura cristiana,
afianzando la civilización cristiana. Su vida, en el Misterio, llegó bien lejos
por la comunión de los santos aunque aparentemente fuera una existencia
pequeña, insignificante.
Santos
así son los que transforman el mundo y hacen despuntar el Reino de Dios y su
esperanza. Son fuerzas vivas, ondas de gracia para todos. Simplemente con ser
así, con ser ellos mismos, con ser santos. Nada más les pidió el Señor.
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