6. Todo este mundo interior queda
ordenado y gobernado por la virtud cardinal de la templanza. En especial, la
templanza ha de moderar dos instintos de los más fuertes; uno es la lujuria, el
placer sexual que puede conducir al desenfreno y al permisivismo, incluso en el
mismo matrimonio; el otro instinto fuerte es la gula, el exceso desmedido en
comer y beber; y son dos instintos muy asociados entre sí que fácilmente pueden
desviar al hombre.
La templanza permite al hombre usar
razonadamente de los instintos tanto
para la comunión matrimonial y la procreación (dos fines inseparables en la
unión conyugal) como el placer individual en la alimentación y la bebida.
La misma virtud de la templanza
invitará la conciencia más de una vez a
actos de ascesis y mortificación incluso en cosas lícitas y legítimas para
mantenernos alejados del pecado, tener controlada la vida personal y vivir como
hombres libres para Cristo.
La continencia matrimonial es fruto de la
templanza, ha de ser de mutuo acuerdo, y se puede realizar legítimamente para
regular la fertilidad y para darse a la oración por un tiempo prudente, según
prescribe S. Pablo: “no os neguéis el uno
al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración;
luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra
incontinencia” (1Co
7,5).
El control y dominio de sí en la comida y bebida lo
tenemos en la práctica de la abstinencia de carne y del ayuno. El ayuno es
hacer una sola comida al día, o comer todo el día a pan y agua, entregándose
más a la oración y a leer las Escrituras, pues, “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la
boca de Dios” (Dt
8,3).
7. Viviendo las virtudes de la
fortaleza y la templanza, iremos adquiriendo la forma interior de Cristo, en su
limpieza de corazón, en su mansedumbre y en su pobreza de espíritu.
Será la sencillez y moderación de los valientes, que, como niños, sólo desean el Reino de Dios.
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