viernes, 27 de abril de 2018

Llamados a la santidad, laicos incluidos

La santidad es la vocación bautismal, clarísima para todos, que a todos convoca.

¿Necesitamos huir del mundo, escondernos de él?

¿Tal vez encerrarnos en una cueva?


La santidad es nuestra vocación y, por tanto, también los fieles laicos, en el mundo, están llamados a la santidad pero desarrollada y vivida en el mundo, dentro del mundo, como germen de una humanidad nueva y del Reino de Dios.

Nuestra predicación y enseñanza debe proponer la alta medida de la vida cristiana ordinaria (Novo Millennio ineunte, 31) a todos, una y otra vez, y convertir nuestras comunidades y parroquias -hasta nuestros blogs- en escuelas de santidad que acompañen, eduquen, estimulen, orienten.



"Discurso de Juan Pablo II
a la Asamblea plenaria
del Pontificio Consejo para los Laicos[1]
Sábado, 7 –junio-1986


 
Por eso he apreciado mucho la elección del tema de vuestra asamblea plenaria: “Llamados a la santidad para la transformación del mundo”. No disociéis esta llamada y esta misión. La Iglesia necesita santos laicos cristianos. Sí, más que reformadores, necesita santos, porque los santos son los reformadores más auténticos y más fecundos. Cada gran período de renovación de la Iglesia está vinculado a importantes testimonios de santidad. Sin la búsqueda de esta última, el aggiornamento conciliar sería una ilusión.

6. Pero la convicción que debemos compartir y difundir es que esta llamada a la santidad está dirigida a todos los cristianos (LG cap. V). No es privilegio de una élite espiritual. No es tampoco que algunos cristianos sientan el valor heroico. Aún menos es un refugio tranquilo, adaptado a una cierta forma de piedad o a algunos temperamentos originales. Es una gracia propuesta a todos los bautizados, según modalidades y grados diversos (cf. Ef 4,7). No está reservada a los estados de vida particulares, aunque algunos la favorezcan, ni al ejercicio de algunas profesiones. San Francisco de Sales –me alegra ir pronto a honrarlo a Annecy- mostró considerablemente que la santidad, como la piedad o la devoción, es propia de los hombres y mujeres de cualquier situación familiar o profesión. Tenemos entonces que ayudar a los laicos a vivir santamente, en la fe, esperanza y amor, todo cuanto constituye su vida en el mundo, en las circunstancias específicas en las que Dios los ha situado. En este sentido, hay un tipo de santidad específica propia de los laicos.

7. Los laicos cristianos deben, así pues, buscar alcanzar la plenitud de su humanidad, de un humanismo cristiano que vive del Espíritu de Dios en el corazón de las mentalidades y de los problemas de vuestro tiempo. Pulidos por los obstáculos, se apoyan con certeza en el poder salvífico de la cruz, compartiendo la prueba de aquellos que sufren, en los esfuerzos por lograr mejores condiciones de vida, con las estructuras sociales correspondientes, en la oración orientada hacia el día de nuestra liberación completa. El santo es el hombre verdadero, cuyo testimonio de vida atrae, interpela y arrastra, porque manifiesta una experiencia humana transparente, colmada por la presencia de Cristo, el Hijo de Dios, el Santo por excelencia, “que vivió nuestra condición humano de hombre en todo excepto en el pecado”. Cristo es el hombre perfecto, la vida cristiana quiere alcanzar en él la plena estatura del hombre, creado a imagen de Dios y recreado por la salvación en la percepción del amor. La santidad conlleva una novedad de vida que a partir de una profunda intimidad con Dios, por Cristo, en el Espíritu Santo, penetra en todas las situaciones humanas, todos los estilos de vida, todos los compromisos, todas las relaciones con las cosas, con los hombres, con Dios. No lo olvidemos nunca, para no caer en un activismo desgajado de su fuente divina: es Dios quien santifica, quien abre los ojos al pecador, quien da la fuerza de la conversión y quien sustituye el error, la injusticia, el odio y la violencia, gracias a la acción de los hombres que él ha santificado, la verdad, la libertad, la esperanza, la paz y el amor fraterno.

8. Queridos hermanos y amigos, éste es mi deseo también para vosotros: que Dios os haga crecer en santidad, a vosotros, a vuestras familias, a vuestros amigos. Entonces el servicio que ofrecéis a la Iglesia, para ayudar a los laicos cristianos y trabajar con ellas en la transformación del mundo según el Espíritu de Dios, dará frutos abundantes. Se lo pido también a María, la Virgen Santísima, Madre de Jesús y Madre nuestra, para que os convirtáis, junto a ella, en los discípulos que el Señor espera. A cada uno de los miembros de esta asamblea, a todos cuantos trabajan cotidianamente al servicio del Consejo Pontificio para los laicos, imparto de todo corazón mi bendición apostólica".

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