Continúa san Cipriano, después de contemplar la paciencia de Dios y la de Jesucristo en su vida entera y en su pasión, con los ejemplos de paciencia del Antiguo Testamento.
Los santos del AT ejercitaron la paciencia movidos por su fe, aguardaban bienes mayores y sufrieron pacientemente penas, dolores, persecuciones, aflicciones. Así, dicho sea de paso, prefiguraban, anunciaban, la paciencia del Salvador cuando llegase.
Si los santos y justos del Antiguo Testamento fueron pacientes, mucho más lo habremos de ser nosotros que ya conocemos a Cristo y que poseemos la acción del mismo Espíritu Santo en nuestras almas. La caridad paciente de Dios se nos ha infundido en nuestros corazones.
"10. Por último, hallamos que patriarcas, profetas y todos los justos que prefiguraban a Cristo, ninguna virtud guardaron como más digna de sus preferencias que la observancia de una paciencia y ecuanimidad a toda prueba.
Así Abel, que fue el protomártir que consagra el martirio entre los justos, no hace resistencia frente a su hermano fratricida, sino que es muerto con paciente humildad y mansedumbre. Así Abraham, que cree en Dios y es el primer padre y fundamento de los creyentes, siendo puesto a prueba para sacrificar a su hijo, no duda ni vacila, sino que obedece al mandato de Dios con entera resignación de su entrega. Isaac, que en figura representaba al Señor, cuando se ofrece como víctima a su padre para ser inmolado, se muestra paciente. Y Jacob, teniendo que huir de su hermano, lleva con paciencia el salir de su país y da mayores muestras de ella más tarde cuando suplica al mismo hermano, más infiel y sañudo todavía, y lo aplaca y lo trae a concordia con sus obsequios.
José, vendido por sus hermanos y desterrado, no sólo los perdona con toda paciencia, sino que les reparte gratuitamente el trigo con largueza y generosidad. Moisés no pocas veces es desdeñado por su pueblo ingrato e infiel y casi es apedreado y, sin embargo, ora a Dios por ellos con dulzura y tolerancia.
Y en David, de quien nace Cristo en cuanto al cuerpo, qué grande y maravillosa paciencia digna de un precristiano, como haber tenido en sus manos varias veces la vida de Saúl, que lo perseguía y trataba de matarlo, y, sin embargo, prefirió salvarlo cuando lo tuvo a su disposición, y no devolvió mal por mal a su enemigo, sino más bien lo vengó cuando fue asesinado.
En fin, tantos profetas muertos, tantos mártires honrados con muerte gloriosa, todos llegaron a la corona del cielo merced al mérito de su paciencia. Y no pueden ser coronados el dolor y el martirio si no van precedidos de la paciencia.
11. Nada mejor para conocer clara y plenamente, hermanos amadísimos, la utilidad y necesidad de la paciencia que pensar en la sentencia que fulminó Dios no mucho después de la creación del mundo y de la humanidad contra Adán, por haber desobedecido el precepto y por transgredir la ley impuesta. Con eso podremos comprender cuán sufridos debemos ser en este mundo los que hemos nacido en él sujetos a congojas y aflicciones. “Porque diste oídos, dice, a las palabras de tu mujer y comiste del árbol del que únicamente te había impuesto que no comieras, será maldita la tierra en tus trabajos, comerás con dolor y gemidos de sus frutos todos los días de tu vida. Te producirá espinas y abrojos y te alimentarás de hierba del campo. Comerás tu pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste tomado; porque eres tierra y a la tierra irás” (Gn 3, 17-19).
Todos venimos atados y sujetos por el rigor de esta sentencia hasta que, después de cumplir con la muerte, salgamos de este mundo. Es forzoso que pasemos entre amarguras y gemidos todos los días de nuestra vida y comamos el pan con el sudor de nuestro trabajo.
12. Por eso, cuando nace cada uno y entra en la posada de este mundo, empieza derramando lágrimas y, a pesar de no saber nada todavía de la vida, no hace otra cosa desde los primeros momentos que llorar. Por instinto natural se duele de los agobios y sufrimientos, y el alma todavía ignorante da testimonio con sus llantos y lágrimas de las calamidades del mundo que ya experimenta en su mismo comienzo, pues nos e hace más que sudar y bregar durante la vida.
Y no hay otro remedio para tantos sudores y trabajos que el alivio de la resignación. Y si todos necesitan de ella en este mundo, más aún nosotros, que somos zarandeados y embestidos más que ninguno por el diablo, ya que, puestos todos los días en el campo de batalla, nos vemos combatidos por las acometidas de un enemigo experimentado y aguerrido. Además de las muchas y porfiadas tentaciones en que nos hallamos envueltos, hemos de abandonar en la persecución los bienes; somos quienes han de sufrir prisión, han de arrastrar cadenas, han de consumir energías, han de arrostrar espadas fieras, fuego, cruces y toda clase de tomentos y castigos con fe y paciencia, según nos lo previene el Señor diciendo: “Esto os he dicho: tendréis paz con mi ayuda, mas en el mundo, trabajos; pero confiad, que Yo he vencido al mundo” (Jn 16,36).
Si los que hemos renunciado al diablo y al mundo, experimentamos aprietos y acometidas más frecuentes y violentas, ¿cuánta más paciencia debemos tener para sobrellevar todos estos ataques con su ayuda continua?"
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