jueves, 19 de abril de 2018

La justicia del humilde

Otro aspecto de la humildad, la verdadera, la del amor, se une su relación con la virtud de la justicia. El justo es humilde, el humilde es un hombre justo.

¿Acaso no son los justos del Antiguo y del Nuevo Testamento, como san José "varón justo", hombres real y verdaderamente humildes?


Claro que la justicia no es una distribución igualitaria, conmutativa, marcada por el Derecho, sino la justicia es la salvación, el hombre que vive en temor de Dios y obra la salvación.

"Amplitud de la justicia

Ensánchandonos a nosotros mismos, la humildad ensancha también, con nosotros, todo el orden humano. A la moralidad exangüe con los recovecos de sus distingos, ofrece un nuevo respiro, y como   más espacio. Esta amplitud, la humildad la procura no exigiendo menos, sino exigiendo más. Sólo la humildad puede ofrecer toda la medida del hombre, divinizándolo. Así, puede parecer que la humildad, con su exceso de amor y la solicitud de su servicio, desborda la justicia y en cierto modo la niega. A cada uno según su mérito, a cada uno según su rango: de golpe la humildad olvida todos sus cálculos, y se somete libre y gozosamente a éste mismo que incluso es su inferior. Se hace el servidor de todos, incluidos sus servidores. ¿No es desconocer el buen derecho, y de cada uno su justo valor?



No es éste el pensamiento de san Bernardo. La humildad roza los límites de una cierta justicia, pero por eso permite a la justicia realizarse y alcanzar su plenitud. La justicia no es superada, sino que se supera para consumarse. Porque hay justicia y justicia. "Hay una cierta justicia estricta y muy estrecha, tan estrecha que apenas avanza un paso, cae en la fosa del pecado; consiste en no ponerse por encima de su igual, ni ponerse en igualdad con su superior. Dar a cada uno lo que le pertenece: ésta es su definición. La otra justicia, más larga y más amplia, es la de no igualarse a sus iguales, ni ponerse por encima de sus inferiores... La justicia plena, y la más grande, es mostrarse inferior incluso a su inferior".

La perfección de la humildad es también la plenitud de la justicia. La humildad forma el crecimiento de la justicia: no un crecimiento que vendría encima de la justicia y le añadiría algo exterior a sí misma, sino el cumplimiento mismo de la justicia.

Porque la estrechez de la justicia no es solamente, como lo muestra la imagen de san Bernardo, la estrechez de la letra y de la ley: es también el de un camino estrecho entre los abismos de la injusticia, la de una justicia estrechada y sin campo de juego, que debe siempre mirar dónde pone los pies por miedo a caer en su contrario. No debo superar a mi igual: ¿pero quién es mi igual, y dónde comienza lo indebido?
 
La humildad no se inquieta jamás por una talla ni por un nivel: sabe que la justicia está en servir a todos aquellos que llevan en su alma y hasta en la miseria de su rostro desfigurado y sufriente la imagen de Dios. El camino largo de la humildad es el camino estrecho del Evangelio: estrecho, por la más exigente y la más sacrificial; largo, por liberar todo el espacio de la justicia y para la justicia. ¿Cómo reservar el bello nombre de justicia a este afecto celoso de su bien propio, de su rango propio, de la bondad de su conciencia propia -que sólo quiere sonido debido, pero que lo quiere todo entero?

La justicia realizada, la justicia consumada no conoce otra precedencia que la del amor, para quien todo prójimo es su superior. "Dios el primero servido": es la exigencia de la justicia. Por eso es justo comenzar por el más pequeño de entre los hermanos (cf. Mt 25). Guardarse puro de toda injusticia gozando sólo de los bienes y honores que nos pertenecen, no es aún la plena justicia. Esta debe hacer retroceder el reino de la injusticia y del pecado: ésta es la obra de la humildad. Solamente ella eleva la humanidad transfigurándola.

Solamente en la muerte, para Platón, el alma aparecerá y comparecerá desnuda delante de sus jueces, despojada de toda máscara y de todo adorno extraño. Pero la humildad cristiana, desde esta vida, desnuda el alma, y la expone a su Dios sin otro intercesor más que su Dios. Despojada de todo, de todo lo que le es extraño, pero también de todo lo que le es propio, sierva inútil, el alma alcanza entonces la belleza -la que recibe sin buscarla, la que le viene sin que lo haya esperado: "La belleza del alma es la humildad". No hay brillo más alto que éste de la luz, y sólo podrá resplandecer en quien será expuesto. Se da a aquellos que están desnudos, reviste sólo a aquellos que no tienen nada. Para ser revestido de la belleza misma de la luz, hay que renunciar a hacerla brotar de nosotros mismos. La belleza del alma es la luz de Dios sobre ella.

Pero la luz de Dios no penetra todo, no atraviesa la opacidad del orgullo. Si quieres que la luz entre ti, debes abrir las ventanas. La humildad es una de estas "virtudes por las cuales el rayo del sol penetra en nosotros". Porque la mirada de Dios se vela y se ciega ante la grandeza humana. Ésta no tiene con la suya ninguna medida común. ¿Qué importa que la torre de Babel tenga una o dos plantas más? Desde el cielo, siempre será muy pequeña. Lo que es alto, de una altura siempre relativa y comparativa, "Dios lo conoce sólo de lejos". Pero su mirada desciende hasta el fondo del abismo y lo ilumina: va derecha hasta los humildes. Para alcanzar el cielo, no hay que subir, basta con descender.

Porque en el abismo de la humildad se encuentra también la verdadera altura, que mira desde lo alto (despicere) toda altura humana, toda altura que pretenda sustituir a la de Dios. En sus bajos fondos, la humildad sabe ser altanera, desconoce toda falsa grandeza, y san Bernardo puede así hablar de un "santo y humilde orgullo". La humildad sólo quiere ver la luz, y esto es así porque ella misma es luminosa.

¿Qué dirá la primera mirada? ¿Podrá nacer a la luz si ya la luz no le abre? Aquel que ha convertido la humildad en vidente es también aquel que la hace visible. La mirada de Dios hace existir lo que ve. El secreto de la humildad, el secreto de la esposa, el secreto de María es una mirada. "Ha mirado la humildad de su sierva". Esta mirada silenciosa, María la recibe en su humilde silencio, y la lleva también al canto. En María, vemos la humildad que acoge al Verbo en su alma y en su cuerpo, y que desde siempre nos lo da, con sus ojos bien abiertos. "Ha mirado la humildad de su sierva". Agucemos el oído, escuchemos cómo san Bernardo lo repite en voz baja. "Al mirarme por su gracia me ha hecho humilde, y su sierva".

(CHRÉTIEN, J.-L, L'humilité selon saint Bernard, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 125-127).


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