sábado, 6 de junio de 2015

Espiritualidad de la adoración (III)

Conocer a Cristo y vivir con Cristo, en el seno de la Iglesia, es una gracia y el tesoro mayor de nuestras vidas. La perla escondida era Cristo, el tesoro enterrado en el campo era Cristo, y quien lo ha descubierto sabe que nada es comparado con esta riqueza y lo ordena todo y lo pone todo a disposición para lograr adquirir ese campo, esa perla.

En la adoración eucarística se contempla a Cristo y se goza con su amor. Se ve al Señor, se experimenta su Presencia y entonces uno siente el dolor y la pena de los muchos que aún no gozan de conocer al Señor, de los muchos que aún no se han encontrado con Cristo y que eso es, realmente, lo único que necesitan aunque ni siquiera lo sepan.

Nace un impulso evangelizador en la adoración eucarística. Se mira al Señor y resuena su palabra una y otra vez: "Id y predicad" (Mt 10,7), "id al mundo entero y proclamad el Evangelio" (Mc 16,15), "id y bautizad a todos los pueblos... enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado" (Mt 28,16-20). Esto provoca en el adorador un deseo de evangelización, un deseo profundísimo de que Cristo sea conocido, amado y seguido.

"Queremos ver a Jesús", pedían los griegos a Felipe (Jn 12,21). Ese es el deseo de muchos y su gran sed, aunque no lo sepan y busquen a tientas. Quien adora a Cristo en la Eucaristía experimenta que ese grito sigue siendo actual y pide al Señor por la evangelización, pide por los evangelizadores, pide para que el Evangelio sea predicado y acogido en todas las gentes.

De la adoración eucarística nace la evangelización y en la adoración eucarística se refuerza la evangelización.

"Para vivir de la Eucaristía es necesario, además, demorarse largo tiempo en oración ante el Santísimo Sacramento, experiencia que yo mismo hago cada día encontrando en ello fuerza, consuelo y apoyo (cfr Ecclesia de Eucharistia, 25). La Eucaristía, subraya el Concilio Vaticano II, «es fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11), «fuente y culminación de toda la predicación evangélica» (Presbyterorum Ordinis, 5).

El pan y el vino, fruto del trabajo del hombre, transformados por la fuerza del Espíritu Santo en el cuerpo y sangre de Cristo, son la prueba de "un nuevo cielo y una nueva tierra" (Ap 21, 1), que la Iglesia anuncia en su misión cotidiana. En Cristo, que adoramos presente en el misterio eucarístico, el Padre ha pronunciado la palabra definitiva sobre el hombre y sobre su historia.

¿Podría realizar la Iglesia su propia vocación sin cultivar una constante relación con la Eucaristía, sin nutrirse de este alimento que santifica, sin posarse sobre este apoyo indispensable para su acción misionera? Para evangelizar el mundo son necesarios apóstoles "expertos" en la celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía.

4. En la Eucaristía volvemos a vivir el misterio de la Redención culminante en el sacrificio del Señor, como lo señalan las palabras de la consagración: "mi cuerpo que es entregado por vosotros... mi sangre, que es derramada por vosotros" (Lc 22, 19-20). Cristo ha muerto por todos; el don de la salvación es para todos, don que la Eucaristía hace presente sacramentalmente a lo largo de la historia: "haced esto en recuerdo mío" (Lc 22, 19). Este mandato está confiado a los ministros ordenados mediante el sacramento del Orden. A este banquete y sacrificio están invitados todos los hombres, para poder, así, participar de la misma vida de Cristo: "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 56-57). Alimentados de Él, los creyentes comprenden que la tarea misionera consiste en el ser "una oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo" (Rm 15, 16), para formar cada vez más "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32) y ser así testigos de su amor hasta los extremos confines de la tierra.

La Iglesia, Pueblo de Dios en camino a lo largo de los siglos, renovando cada día el sacrificio del altar, espera la vuelta gloriosa de Cristo. Es cuanto proclama, después de la consagración, la asamblea eucarística reunida alrededor del altar. Con fe cada vez renovada, confirma el deseo del encuentro final con Aquél que vendrá a llevar a cumplimiento su designio de salvación universal.

El Espíritu Santo, con su acción invisible, pero eficaz, conduce al pueblo cristiano en este su diario camino espiritual, que conoce inevitables momentos de dificultad y experimenta el misterio de la Cruz. La Eucaristía es el consuelo y la prueba de la victoria definitiva para quien lucha contra el mal y el pecado; es el "pan de vida" que sostiene a todos cuantos, a su vez, se hacen "pan partido" para los hermanos, pagando a veces incluso con el martirio su fidelidad al Evangelio" (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Misionera Mundial, 19-abril-2004).

Los largos tiempos de adoración eucarística, ante el Sagrario o ante la custodia, convierten al orante en un evangelizador. Su corazón se une al de Cristo y desea que todos se acerquen al Señor y vivan de Él. Sale transformado, es más, si su adoración eucarística es sincera, sale transformado en un apóstol y en un evangelizador.
En la adoración eucarística, no sólo el adorador es transformado y sostenido en su apostolado evangelizador, sino que la evangelización misma avanza y se ve reforzada por la intercesión constante ante Cristo-Eucaristía suplicando por los evangelizadores, los oyentes de la evangelización, las zonas descristianizadas, las vocaciones para la evangelización (padres y madres, laicos convencidos, sacerdotes y religiosos).

El evangelizador, metido en mil tareas y afanes con tal de llevar a Cristo, halla su descanso en la adoración eucarística; en ella le presenta a Cristo a todos y cada uno y pide por su crecimiento en la fe; recupera las fuerzas y recibe las directrices con las que el Señor quiera iluminarlo.

La espiritualidad de la adoración es espiritualidad de la evangelización, del anuncio, la predicación, la catequesis y el testimonio. De ella nace y a ella conduce: todo depende de Cristo en la Eucaristía y de las horas y tiempos de adoración.

4 comentarios:

  1. Creyendo, esperando y amando, te adoramos con una actitud sencilla de presencia, silencio y espera, que quiere ser también reparación, como respuesta a tus palabras: "Quedaos aquí y velad conmigo".(Juan Pablo II).

    A Cristo el Señor, el pan de vida, venid, adorémosle.(de las antífonas de Laudes)

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  2. D. Javier, después de la adoracion ecuaristica y comunión, siento como si el alma se me hubiera estirado y se hubiera llenado de amor y ternura. Es como si repostara con energia nuclear pero en amor.
    Por el hecho de sentir cosas así no sé si estoy sentimentalizando demasiado la fé, no sé....
    ¿Qué piensa?

    Por otro lado, otro magnífico artículo y por favor ponga su cuenta de twitter.

    gracias.

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    1. "Anónimo":

      Que se dilate el alma, se ensanche el corazón, no es sentimentalizar la fe, sino acción de Dios... Sentimentalizar es otra cosa: privatizar la fe, buscar sólo los consuelos y regalos de Dios, asistir a Misa olvidándose de los hermanos y de la Iglesia entera, buscar sólo emociones afectivas....

      No parece que sea eso lo que el Señor le da. Así que, ¡¡adelante!! Deje que Dios ensanche así su alma.

      Y no tengo twitter... Lo siento...

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  3. Gracias, lo llevaré a la oración, piense despacio lo de twitter, puede ayudar todavia más. Dese por invitado a un cafe virtual
    Paz y bien.

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