domingo, 14 de junio de 2015

Magisterio: sobre la evangelización (XXVIII)

La evangelización es una acción eclesial corresponsable; ningún sujeto la agota, sino que todos los miembros de la Iglesia, cada cual según su vocación, son responsables de que avance. Todos, absolutamente todos, son corresponsables en su ámbito y según su estado de vida, de la evangelización.

Los sacerdotes también están implicados en la nueva evangelización, y lo están por una vinculación sacramental única con Jesucristo, la del sacramento del Orden, que los ha configurado con Él. No son los protagonistas, ni los únicos responsables, pero sí son enviados a evangelizar de un modo propio e irrenunciable.

Entendamos bien la raíz sacramental que se halla en el sacerdote por la imposición de las manos del Obispo. Desde ese momento, el presbítero es un enviado, y lo que cualifica su vida es la misión recibida en Cristo, por Cristo.

"Si toda la Iglesia es misionera y si todo cristiano, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, quasi ex officio (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1305) recibe el mandato de profesar públicamente la fe, el sacerdocio ministerial, también desde este punto de vista, se distingue ontológicamente, y no sólo en grado, del sacerdocio bautismal, llamado también sacerdocio común. En efecto, del primero es constitutivo el mandato apostólico: "Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Como sabemos, este mandato no es un simple encargo encomendado a colaboradores; sus raíces son más profundas y deben buscarse mucho más lejos.

La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental con Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhesión cordial y total a lo que la tradición eclesial ha reconocido como la apostolica vivendi forma. Ésta consiste en la participación en una "vida nueva" entendida espiritualmente, en el "nuevo estilo de vida" que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles.

Por la imposición de las manos del obispo y la oración consagratoria de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser "presbíteros". A esta luz, es evidente que los tria munera son en primer lugar un don y sólo como consecuencia un oficio; son ante todo participación en una vida, y por ello una potestas. Ciertamente, la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote; así se salvaguardan adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles. Pero esta correcta precisión doctrinal no quita nada a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal "(Benedicto XVI, Disc. a la Plenaria de la Cong. del Clero, 16-marzo-2009).

Esta configuración ontológica con Cristo constituye al sacerdote como un evangelizador permanente, cuyo celo pastoral nace del Corazón de Cristo, y lo que busca es, siempre y en todo, evangelizar.

Muchas cosas y tareas cotidianas del ministerio tendrán que supeditarse a las grandes acciones evangelizadoras; ser absorbidos por tareas administrativas, o de limpieza, o de economía parroquial, resta capacidad y fuerza al sacerdote para su entrega fundamental a la evangelización. Asumir tareas que no le corresponden propiamente (incluso abrir y cerrar la iglesia porque no haya nadie para hacerlo, preparar la misa y hacer fotocopias...) limita las posibilidades evangelizadoras.

Lo propio del sacerdote es evangelizar de mil modos y manera distintas, capacitándose a ello con la experiencia personal de Cristo, la liturgia, la oración y el estudio.

¿En qué claves evangeliza el sacerdote? ¿Respaldado por quién y de qué manera? Por el envío de la Iglesia y en comunión con la Iglesia (en comunión con su obispo).

"La misión del presbítero, como muestra el tema de la plenaria, se lleva a cabo "en la Iglesia". Esta dimensión eclesial, de comunión, jerárquica y doctrinal es absolutamente indispensable para toda auténtica misión y sólo ella garantiza su eficacia espiritual. Se debe reconocer siempre que los cuatro aspectos mencionados están íntimamente relacionados: la misión es "eclesial" porque nadie anuncia o se lleva a sí mismo, sino que, dentro y a través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote.

La misión es "de comunión" porque se lleva a cabo en una unidad y comunión que sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes de visibilidad social. Éstos, por otra parte, derivan esencialmente de la intimidad divina, de la cual el sacerdote está llamado a ser experto, para poder llevar, con humildad y confianza, las almas a él confiadas al mismo encuentro con el Señor. Por último, las dimensiones "jerárquica" y "doctrinal" sugieren reafirmar la importancia de la disciplina (el término guarda relación con "discípulo") eclesiástica y de la formación doctrinal, y no sólo teológica, inicial y permanente.

La conciencia de los cambios sociales radicales de las últimas décadas debe mover las mejores energías eclesiales a cuidar la formación de los candidatos al ministerio. En particular, debe estimular la constante solicitud de los pastores hacia sus primeros colaboradores, tanto cultivando relaciones humanas verdaderamente paternas, como preocupándose por su formación permanente, sobre todo en el ámbito doctrinal.

La misión tiene sus raíces de modo especial en una buena formación, llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni tentaciones de discontinuidad. En este sentido, es importante fomentar en los sacerdotes, sobre todo en las generaciones jóvenes, una correcta recepción de los textos del concilio ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el patrimonio doctrinal de la Iglesia. También es urgente la recuperación de la convicción que impulsa a los sacerdotes a estar presentes, identificables y reconocibles tanto por el juicio de fe como por las virtudes personales, e incluso por el vestido, en los ámbitos de la cultura y de la caridad, desde siempre en el corazón de la misión de la Iglesia.

Como Iglesia y como sacerdotes anunciamos a Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado, Soberano del tiempo y de la historia, con la alegre certeza de que esta verdad coincide con las expectativas más profundas del corazón humano. En el misterio de la encarnación del Verbo, es decir, en el hecho de que Dios se hizo hombre como nosotros, está tanto el contenido como el método del anuncio cristiano. La misión tiene su verdadero centro propulsor precisamente en Jesucristo" (ibíd). 

La misión propia del sacerdote para la nueva evangelización no lo acapara todo, excluyendo a los demás; más bien, ofrece la ocasión de que cada cual asuma su papel y misión según su propia vocación: el laico como laico, el consagrado como consagrado, el sacerdote como sacerdote, sin que éste tenga tampoco que suplir las carencias del laicado multiplicándose más de lo debido para que todo vaya adelante. 

"La centralidad de Cristo trae consigo la valoración correcta del sacerdocio ministerial, sin el cual no existiría la Eucaristía ni, por tanto, la misión y la Iglesia misma. En este sentido, es necesario vigilar para que las "nuevas estructuras" u organizaciones pastorales no estén pensadas para un tiempo en el que se debería "prescindir" del ministerio ordenado, partiendo de una interpretación errónea de la debida promoción de los laicos, porque en tal caso se pondrían los presupuestos para la ulterior disolución del sacerdocio ministerial y las presuntas "soluciones" coincidirían dramáticamente con las causas reales de los problemas actuales relacionados con el ministerio" (ibíd.).

Para que el sacerdote pueda entregarse a la tarea evangelizadora, necesitará siempre de un laicado muy vivo y consciente que, por lo menos, sustente las tareas básicas de administración, organización, limpieza, sacristía, etc., dejando al sacerdote el margen y el tiempo necesario para su tarea evangelizadora: mucha formación, encuentros personales, catequesis, confesionario, predicación, retiros, etc.

Un sacerdote para entregarse bien a su tarea de evangelizar, acompañar, formar, debe estar libre de multitud de tareas "domésticas" que restan tiempo y capacidad, y que no son propiamente suyas (preparar la misa, contar la colecta, regar macetas, abrir y cerrar la iglesia, archivo...), sino que pueda realmente estar tranquilo en un confesionario, o dedicar mucho tiempo a grupos de adultos, a predicar, a dar retiros y cursos de formación, etc., tener tiempo para orar y para prepararse. Entonces será mucho más evangelizador y toda la Iglesia se beneficiará del impulso evangelizador de un sacerdote así.


1 comentario:

  1. Necesitamos que haya ministros que dispensen generosamente —con hambre de santidad propia y ajena— la palabra de Dios y los sacramentos, hombres formados por la Iglesia, que sienten siempre con la Iglesia, para ser, al ciento por ciento, sacerdotes a la medida de la donación de Cristo, siempre bien unidos a su respectivo Ordinario.

    ¿Qué clase de sacerdotes necesitan hoy la Iglesia y el mundo?: la Iglesia y el mundo necesitan sacerdotes santos, es decir, sacerdotes que, conocedores de su propia limitación y miseria, se esfuerzan decididamente por recorrer los caminos de la santidad, de la perfección de la caridad, de la identificación con Jesucristo, en correspondencia fiel a la gracia divina.

    Renueva, Señor, las maravillas de tu amor (de las preces de II Vísperas)

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