viernes, 12 de junio de 2015

Amar como el Corazón de Cristo (y II)



2. Para amar, conocerse y aceptarse a sí mismo

            Si hay que amar al otro “como a uno mismo” (Lv 19,18; Mt 22,38-39), hay que saber amarse cristianamente a uno mismo: “Estímate en lo que vales” (Eclo 10,28b). Ese amarse a uno mismo no es egoísmo camuflado, sino una medida: nadie quiere el mal para sí mismo, ni pretende hacerse daño a sí mismo si está sano y equilibrado. Por tanto, amarse a uno mismo es bueno, conveniente y necesario para poder amar luego a los demás. Dice el libro de los Proverbios: “El que adquiere cordura se ama a sí mismo, el que sigue la prudencia, hallará dicha” (Prov 19,8).



Cuando uno no quiere bucear en su propia alma, conocerse y reconocer sus propias limitaciones, heridas, fracasos, complejos, miedos... será incapaz de amar. Quien vive fuera de sí mismo no puede ni sabe amar; quien no quiere o niega su interior, no sabe amar; quien no quiere pararse a pensar, a reflexionar sobre sí y aprender de sus errores, pecados y traiciones, no sabe ni puede amar... aunque por fuera parezca agradable, atrayente, simpático, centro de atención de los demás, encantador. Pero... ¡no sabe amar! En el fondo, huye de sí mismo.

            Para amar, hay que amarse a sí mismo, cultivar cristianamente el propio “yo”. Al hecho de ser “yo mismo” se llama autenticidad, la verdad de uno mismo, pues tan sólo desde esta verdad uno es libre para amar: sin caretas, ni máscaras, ni corazas. Y eso cuesta, y es difícil, como difícil es cambiar y entrar en la propia verdad, dejando la mentira de la propia vida, en la que se ha estancado uno durante años: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32), también la verdad de uno mismo, iluminado por Cristo.

            Llegar a la verdad del propio yo es un camino de interioridad cristiana (“conocerse como Dios me conoce”, 1Co 13,12), tan marcado en la filosofía y espiritualidad de San Agustín. Algunas de estas tareas serán:


·         Conocerse a sí mismo, confiar en uno mismo, ser sincero consigo mismo (¡cuántos viven engañados de cómo son o de sus pretendidos valores o experiencias!); sólo reconociendo la enfermedad, puede uno ser curado por Cristo-Médico: el ciego gritará “Señor, que vea” (Mc 10,51); el leproso le pedirá: “Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Mt 8,2). Por eso, la primera e indispensable tarea es conocerse: “Antes de juzgar, examínate a ti mismo” (Eclo 18,20a).

·         Aceptar y amar la propia personalidad, aceptando los fallos para poder cambiarlos y conocer los dones y talentos que Dios ha dado, sin narcisismo ni soberbia, para multiplicarlos. Así aparece en la parábola de los talentos (Mt 25,14-30) o la de los denarios (Lc 19,12-27); daba igual la cantidad asignada: lo importante era multiplicarlos, negociarlos. Al que multiplica los talentos (carismas, capacidades, cualidades), el Señor le dirá: “¡Siervo fiel y cumplidor!, como has sido fiel en lo poco te podré al frente de lo mucho. Entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25,23). Este aceptar y amar la propia personalidad se llama autoestima, quererse bien a uno mismo, para poder amar a los otros; esta autoestima es una justa y correcta apreciación de sí mismo, aceptándose tal cual es: “El que es malo para sí, ¿para quién será bueno? ...Nadie peor que el que se tortura a sí mismo” (Eclo 14, 3a.4a). “Hijo, trátate bien, conforme a lo que tengas” (Eclo 14,11). El principio de la autoestima es fundamental para luego poder amar y nada tiene que ver con la vanidad o la vanagloria, sino con la aceptación de la propia realidad valorada, aceptada y amada con sencillez: “Hijo, gloríate con moderación, y estímate en lo que vales” (Eclo 10,28). El mismo San Pablo dirá: “Si alguno se imagina ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo. Examine cada cual su propia conducta y entonces tendrá en sí solo, y no en otros, motivo para gloriarse pues cada uno tiene que llevar su propia carga” (Gal 6,3-5).

·         Dejarse acompañar, querer, corregir, orientar, iluminar, ayudar por alguien que de verdad nos quiera y acepte, sin juzgarnos y de forma incondicional. Es lo que hace Cristo con la adúltera; no es que ignore su pecado o le dé igual: la acepta sin juzgarla y así darle el perdón y convertirla: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante, no peques más” (Jn 8,11). Este dejarse acompañar requiere a alguien sensato, prudente, con un amor incondicional y una discreción absoluta: “No le pidas consejo al insensato, pues no podrá mantenerlo en silencio. Delante de un extraño no hagas cosa secreta, pues no sabes qué inventará después. No abras tu corazón a todo el mundo, pues no te han de compensar con gracia alguna” (Eclo 8,17-19).

·         Vivir en la oración un auténtico examen de conciencia, dejarse interpelar por el Señor en el Sagrario; permitir que la Palabra de Dios nos cuestione, nos corrija, nos ilumine, pues “toda Escritura inspirada por Dios es útil para enseñar, argüir, para corregir y para educar en la justicia” (2Tm 3,16), ya que “es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta las fronteras del alma... escruta los sentimientos y el corazón” (Hb 4,12).

Como discípulos de Cristo, hemos entrado hoy en su escuela, para aprender de Él a amar; para saber amar a los demás como a uno mismo y amar al prójimo, al otro, al que me necesita, como Cristo me ama a mí. Este amor incondicional y de entrega es recio, exigente. El mundo enseña hoy otras cosas. El amor verdadero lo desconoce. Aprendamos como discípulos del Señor a amar como Él nos ha amado.


            “No os extrañéis, hermanos, si el mundo os aborrece. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él. En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,13-16).


¡Corazón de Jesús, paciente y de mucha misericordia; Corazón de Jesús, abismo de todas las virtudes, ten misericordia de nosotros! Amén.


1 comentario:

  1. Santa Catalina de Siena hizo suya, para hablar de la búsqueda de Dios y de la unión con Él, una imagen: la celda interior o celda del alma o casa del conocimiento de sí misma. Y se sintió obligada a repetir a los demás como maestra de espíritus que ellos también necesitaban construir y llevar consigo la celda del corazón , es decir, la reflexión y onocimiento sincero de sí mismos y del amor de Dios

    La celda interior es para vivir en ella. Y ese vivir se hace camino para que cada uno se adentre en el conocimiento de sí mismo, desestimando todo lo que no sea vivir en Dios y para Dios.

    Que tu santa Madre, Señor, interceda por nosotros (de las preces de Laudes)

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