viernes, 11 de marzo de 2022

La nube en el NT: Espíritu y bautismo



         La nube es también una realidad en el N.T., y es usada por los evangelistas, siguiendo la tipología establecida por el Éxodo. Expresan así algo fundamental: la continuidad entre el AT y el NT, un nuevo pueblo del Señor que ve la gloria de Dios, un arca nueva para este pueblo nuevo, y un nuevo Moisés[1] que establece una nueva ley, ley espiritual, según la Tradición de los Padres[2].



         Una lectura teológica desde la fe cristiana. Toda la Tradición patrística ha hecho distintas lecturas de la nube como columna de fuego. La primera, tal vez por antigüedad, es Melitón de Sardes. Él interpreta a la columna de fuego -aunque no sea propiamente sacerdotal- como Cristo mismo que, pasando el Mar Rojo, guía a su pueblo. Es Jesucristo el que hace pasar a su pueblo de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad. Así lo ve Melitón de Sardes:

Éste [Cristo] es el que te iluminó con una columna de fuego, y el que te cubrió con una nube, el que abrió el mar Rojo (Homilía sobre la Pascua, nº 84).


         Cristo pasa el Mar Rojo en forma de columna de fuego para iluminar a su pueblo.  El Señor Jesús se presenta pues como luz para todos los hombres: "Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12).                                               

 
         No sólo representa la nube la señal segura en el camino, sino que visibiliza la misma vida que el Señor regala a su pueblo Israel, ya que por ella pasan el Mar Rojo y caminan por el desierto hacia la liberación plena: es la Pascua. Cristo, Luz, es la Vida segura para que el que le siga. Jesucristo conduce a la Vida auténtica, pasando por la oscuridad de la muerte, para llegar a la luz de la Resurrección. Es signo de vida para los cristianos, que reconocen en Cristo Jesús no sólo la luz, sino la misma Vida.


         Por ello, S. Ambrosio, presentará la columna de fuego como figura y tipo de Cristo que ilumina las tinieblas del error y del pecado para hacernos pasar a la verdad, al encuentro luminoso con el Señor en el Sinaí. Sigue así con la misma interpretación que antes veíamos de Melitón de Sardes. Dice Ambrosio:

¿Qué es la columna de luz sino Cristo Señor, que ha disipado las tinieblas del paganismo y ha difundido la luz de la verdad y de la gracia espiritual en el corazón de los hombres? (De sacr.,1,22). 


         Todas son prefiguraciones del bautismo, según la Tradición de los Padres (y la eucología). Algunos ven también en la columna de luz un signo evidente del Espíritu Santo; interpretación sobre la que volveremos, más adelante, al analizar Lc 1,38. Así lo expresan los Padres:


Ya veis cuánto se distingue la lectura histórica de la interpretación de Pablo: lo que los judíos piensan que es el paso del mar, Pablo lo llama bautismo; lo que ellos consideran nube, Pablo lo presenta como el Espíritu Santo; y de este mismo modo que éste quiere que sea entendido lo que el Señor manda en los Evangelios diciendo: El que no renazca del agua y de Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de los cielos (ORÍGENES, Hom. in Ex., V,1).                                                                       

La columna de nube es el Espíritu Santo. El pueblo estaba en el mar y la columna de luz le precedía; después la columna de nube le seguía, como la sombra del Espíritu Santo. Ves que, por el Espíritu santo y el agua, la figura del Bautismo queda manifiesta (S. AMBROSIO, De sacr., 1,22).                                                                     

        Es la misma línea que seguirán los textos de la liturgia al hablar del bautismo: "Oh Dios, que hiciste pasar a pie enjuto por el mar Rojo a los hijos de Abrahán, para que el pueblo liberado de la esclavitud del Faraón fuera imagen de la familia de los bautizados" (Bendición del Agua Bautismal).


         Más aún: por el sacramento del bautismo, prefigurado según la Tradición en la nube y en la luz, nosotros mismos nos hacemos templos, santuarios consagrados al Señor. Por la unción con el crisma en la liturgia bautismal, somos templos del Espíritu. Así lo presenta la teología paulina: "¿no sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros" (1Cor 3,16-17; cfr. 1Cor 6,19). Nosotros, los bautizados, somos los templos vivos (2Cor 6,16), templos de Dios, igual que la tienda era el santuario donde el Señor se hizo presente por medio de la nube. También el Señor se hace presente en nuestro corazón por medio del Espíritu que, como la nube, nos cubre con su sombra, y hace morada en nuestro interior. Ésa es la razón profunda de que la liturgia que propone Jesús sea un culto "en Espíritu y Verdad" (Jn 4,23), donde ya nunca más habrá Templo.


         Y en la misma línea bautismal, no sólo los bautizados a título personal son santuarios del Dios vivo, sino toda la Iglesia que es Templo del Espíritu, Cuerpo de Cristo. Por tanto, al igual que Cristo Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu (Hch 10,38), estuvo totalmente invadido, lleno, del Espíritu Santo, así su Cuerpo (cfr. 1Cor 12) que es la Iglesia está lleno del Espíritu: forma un auténtico Templo en el que Dios se sigue haciendo presente en medio de los hombres por el Espíritu. S. Pablo coge la imagen de la edificación, tomando a Cristo Jesús como piedra angular, e invita a los bautizados a que "edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien todo el edificio, bien trabado, va creciendo hasta formar un templo consagrado al Señor, y en quien también vosotros vais formando conjuntamente parte de la construcción, hasta llegar a ser por medio del Espíritu, morada de Dios" (Ef 2,20-22). Y la nube cubrió a la Iglesia, en la mañana de Pentecostés (Hch 2,1-13), llenando con su presencia toda la casa ("llenó toda la casa en la que se encontraban" (Hch 2,2b), en clara resonancia con Ex 40,34. En esa mañana, el Espíritu Santo cubrió a la primera comunidad, asegurando así su presencia constante en la Iglesia a través de toda la historia.




    [1] Seguimos en esto la lectura tipológica que hicieron los Padres: V. CLEMENTE ROMANO, 1Cor, 17; CIPRIANO DE CARTAGO, De los bienes de la paciencia, 10, etc.
    [2] Cfr. ORÍGENES, Hom. Éx., II,2; V,1; IRENEO, Adv. Haer., 4,26,1., etc...

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