viernes, 4 de marzo de 2022

La experiencia de la fe (I)



            Siempre y en todo momento hay que suplicar una gracia: que el Espíritu Santo despierte todo nuestro deseo, ¡nos despierte si estamos aletargados en la vida!, avive el deseo de Cristo y, como mendigos de la Gracia, lo supliquemos: ¡Ven, Señor Jesús!



            Somos cristianos por pura gracia. Vivimos en Cristo, pero es fácil que lo cotidiano o las dificultades o la rutina, apaguen la experiencia de Cristo, la releguen al rincón de los valores, mientras se vive en paralelo a la fe y a Cristo.

            ¿Qué queda de la fascinación del cristianismo? ¿Qué queda de la fascinación por Cristo?

            Fue esa fascinación la que nos atrajo y sedujo, la que transformó la mirada y el corazón. Fue Cristo quien provocó tal impacto en nosotros que nos cambió y ya no sabíamos vivir sin Él.

            ¿Qué queda de esa fascinación por Cristo? ¿No lo habremos convertido después de tiempo en un presupuesto obvio y lo habremos perdido de vista? ¿Un presupuesto obvio, ciñéndonos sólo a sus consecuencias éticas, a unas prácticas cultuales, perdiendo la pasión y el entusiasmo por Cristo?


            Y es que el cristianismo es, ante todo, la Persona de Jesucristo, en quien fijamos la mirada sin apartarla, a quien amamos con pasión y entrega.

            La vida cristiana es el reto ante los problemas concretos, el trabajo diario, las mismas caras y situaciones. Es una labor siempre: encarnar la fe en la vida, dejarse cuestionar y que la fe sea el factor de luz y discernimiento.

            La fe es un recurso que Cristo nos infunde para vencer las dificultades que la vida nos hace afrontar. La fe nos introduce en la realidad, nos enseña a vivir sin buscar subterfugios o evasiones; nos introduce en la realidad y nos da las claves para la existencia.

            Si la fe no fuera esto también, ¿qué serviría creer? ¿Qué sería creer? ¿Una emoción, un sentimiento pasajero?

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