miércoles, 9 de marzo de 2022

La experiencia de la fe (II)



            La fe se encarna en la vida.
            La fe es para la vida.
            La fascinación por Cristo perdura cuando la fe, viva, se convierte en vida, en método constante para la existencia real.



            La vida no es una aventura constante, una permanente emoción: así la quieren los adolescentes y los inmaduros, que luego chocan de bruces con la realidad y no saben vivir, causándoles hastío todo, absolutamente todo.

            Cada día tiene la misma fatiga, la misma cadencia. Eso hace que cueste trabajo, que tenga una parte fatigosa. Pero es ahí, realmente ahí, en lo cotidiano y rutinario, en los problemas reales de la jornada y de la vida en general, donde se lleva a cabo la verificación de la fe. La fe debe ser verificada en todo lo humano que soy, en lo que vivo, sufro, me cuestiona, me ilusiona.

            La fe se verifica en los desafíos de la realidad.



            Un criterio de verificación –que cada cual debe examinar y comprobar- es si la fe está en primer plano y resulta determinante para todo o su lugar lo ocupa otra preocupación, otro interés; es decir si lo esperamos todo del hecho de Cristo en la propia vida o si lo esperamos todo de nosotros mismos utilizando a Cristo como pretexto para nuestros proyectos y programas.

            ¿Cristo es el centro real o cada uno se ha puesto a sí mismo en el centro de su vida y Cristo es algo externo, periférico, añadido, marginal?

            ¿Cristo es lo determinante en la propia vida, en torno al cual gira todo y se organiza todo, o un elemento más entre otros varios?

            En lo fatigoso y cansado de lo diario se verifica si la fe se encarna, se comprueba si Cristo es el factor determinante de todo.

            En cualquier caso es verdad que para el que comprende y ama a Dios, todo coopera para el bien (cf. Rm 8,28); y es verdad que ante las dificultades se comprueba si uno ama o no de verdad de Dios. Y se sabe entonces si uno está madurando en la fe –y Cristo lo va siendo todo- por la capacidad de transformar todo lo que se presente en la vida (objeciones, dificultades, persecuciones, adversidades, fracasos) en instrumento para madurar, una ocasión de gracia para la maduración personal.

            Este tono es algo constante. Pasa la vida y hemos experimentado problemas, contradicciones, desengaños: ¿cómo los hemos vivido? ¿Cada vez los hemos aprovechado mejor? ¿Somos más consistentes o estamos más destruidos? ¿Qué hemos ido aprendiendo?

            En cada uno se pueden realizar, y podemos tener experiencia, las palabras de san Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?...” (Rm 8,31-39).

            Entonces ya no serán frases repetidas, memorizadas, sino verdaderas experiencias de vida, que llenan de contenido nuestra existencia. Así es como, día tras día, se vive la novedad de la existencia cristiana, la novedad de la experiencia cristiana, se conserva intacta la emoción inicial por Cristo, sin apagarla por la rutina. El crecimiento personal se va realizando al afrontar las dificultades con fe, encarnando la experiencia de Cristo en la vida concreta de cada cual. Esa experiencia cristiana –y la fascinación por Cristo- va fraguando una mentalidad nueva que permite vivir de este modo, pensarlo todo de manera distinta, afrontar el reto de ser hombres de modo más pleno. Es una conversión.

            Se vive entonces dejándose sorprender por Dios. Nada de lo que sucede ha sido ideado por nosotros. Nos ha sido dado.

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