La
vida de la Iglesia,
su realización histórica, su misión, su evangelización, deben interesar a todos
y cada uno de sus miembros que, por el bautismo, son parte de la Iglesia…¡y ojalá que parte
viva y no enferma o parasitaria!
Cuando
uno descubre que, en el bautismo, es hijo de la Iglesia, miembro del
Cuerpo eclesial, entonces siente la vida de la Iglesia en su propia alma:
no la ve como algo ajeno a su persona, ni se sienta como espectador frente a la Iglesia como un crítico de
cine, que ve los defectos, los critica, y denosta a la “Iglesia institución”,
con soberbia y suficiencia no disimuladas. Parece que la Iglesia no va con él, ni
que él forma parte de la
Iglesia y es un miembro suyo.
Quien
descubre el misterio y la verdad de la Iglesia, su Misterio divino y humano,
trascendente e histórico, el principio del Espíritu que le da vida, etc., quien
descubre las dimensiones de la
Iglesia… ¡no puede menos que amarla con pasión, con verdad!
Cuando
se llega a alcanzar esta conciencia de la Iglesia, ¡conciencia eclesial!, entonces como un
gozoso deber, se quiere participar más en su vida, involucrarse en su misión,
ser parte activa. Ha hecho suya la vida de la Iglesia toda, la ha
asumido, la ha integrado en su corazón.
Pero
esto requiere una explicación, mejor, una matización: ¿qué es participar en la
vida de la Iglesia?
¿Qué se entiende por participar hoy y cuál sería el concepto exacto, preciso,
certero, del término “participación”?
De
unos años para acá, la participación en la vida eclesial se entiende al modo
secular; los sistemas democráticos de las sociedades modernas se han convertido
en una referencia para la
Iglesia; a ésta se la ha querido transformar según criterios
sociologistas, implantando sistemas democráticos en todo y para todo como si
fuera una sociedad más, olvidando la naturaleza y constitución de la Iglesia realizada por el
mismo Señor.
Ya
san Juan Pablo II preguntaba: “¿Se consolida, en la Iglesia universal y en las
Iglesias particulares, la eclesiología de comunión de la Lumen Pentium, dando espacio a
los carismas, los ministerios, las varias formas de participación del Puegblo
de Dios, aunque sin admitir un democraticismo y un sociologismo que no reflejan
la visión católica de la
Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano II?” (Tertio
millennio adveniente, 36). ¡Cierto!, muchos gérmenes de secularización se
infiltraron en la Iglesia:
ahora ese democraticismo invade realidades eclesiales y muchas mentes. Esa fue
la conclusión a la que llegaron los Padres sinodales en el Sínodo
extraordinario de 1985: “¿No les hemos dado ocasión hablando demasiado de
renovar las estructuras eclesiásticas externas y poco de Dios y de Cristo? A
veces faltó también discreción de espíritus no distinguiendo correctamente
entre la apertura legítima del Concilio, hacia el mundo, y, por otra parte, la
aceptación de la mentalidad y escala de valores del mundo secularizado”
(Relatio finalis, I,4).
Esa
mentalidad ha influido, y mucho, en la vida concreta de la Iglesia. Por ejemplo, la
reforma y renovación de la
Iglesia en lugar de ser interior, se ha centrado únicamente en
la creación y revisión de estructuras eclesiásticas, en multitud de documentos
y proyectos pastorales, siempre en revisión constante: “La eclesiología de
comunión no se puede reducir a meras cuestiones organizativas” (Relatio
finalis, II,C,1).
Se
ha producido una clericalización de los laicos y una secularización de los
sacerdotes. Parecería que participar en la vida de la Iglesia es formar parte de
algún organismo o estructura eclesiástica: Consejo, coordinadora, delegación,
equipo, junta de gobierno, etc., y ostentar alguna responsabilidad
eclesiástica: vocal, responsable, encargado, coordinador, delegado, etc. Más
aún, se llega a identificar exclusivamente participar en la vida de la Iglesia con desempeñar
algún servicio concreto intraeclesial: catequesis, cáritas, equipos de
liturgia, cursillos de adultos, pastoral de enfermos, grupo de misiones, etc.,
en un claro, y se podría añadir, dramático proceso de clericalización del
laicado al que se le reparten tareas intraeclesiales y se les priva del horizonte
completo de la vida y misión de la
Iglesia en el mundo. Incluso se valora mal, y se le califica
despectivamente, a aquel que no quiere o no puede o no se siente llamado a
integrarse en esos cuadros organizativos o en esas funciones, como si fuese un cristiano
inmaduro o superficial.
¿Sería
eso, nada más que eso, participar en la vida de la Iglesia? Si así fuera, la Virgen María estaría fuera y
excluida de la Iglesia,
ya que no formó parte ni de su estructura de gobierno apostólico, ni era
miembro de ningún Consejo, ni fue misionera como Pablo y Bernabé. ¿Y alguien
puede negar la primerísima función y misión de María en la Iglesia?
Si
la participación en la vida de la
Iglesia fuera sinónimo de actividad en grupos eclesiales y
reuniones en Consejos y organismos, tampoco participaría en la vida de la Iglesia un enfermo
imposibilitado, o una contemplativa en su clausura, o un profesional entregado
a su trabajo, a su familia y a la educación cristiana de sus hijos sin tiempo
para más, o esa persona sencilla que va a adorar al Santísimo expuesto durante
media hora, o tantos otros. Los ejemplos se podrían multiplicar en esta línea.
Luego
la verdadera participación en la vida de la Iglesia habrá que hallarla en otro punto que
pueda ser común para todos y que no implique ni activismo, ni clericalización,
ni democraticismo. ¿Cuál puede ser? El punto que a todos nos aúna es la
santidad.
El
santo es quien participa más en la
vida de la iglesia, es quien participa más de
la vida de la Iglesia.
Se ha expropiado de sí mismo, y ha entregado todo lo que él
hace y todo lo que él es al servicio de la Comunión eclesial. Nada se ha reservado. Se sabe
un miembro pequeño, “el último”, “el menor” –como Pablo (1Co 15,9; 1Co 4,9)-, y
ofrece lo suyo al bien común eclesial. Tal vez, porque no sea su lugar, no
asista a mil reuniones, ni entregue formularios de revisiones trimestrales, ni
haga anotaciones al Orden del día enviado por el secretario del Consejo, pero
su vida es plenamente de la
Iglesia porque vive la santidad cotidiana y aporta a la Iglesia esa vida entera,
como savia –tal vez pequeña, anónima- que enriquece y nutre a todos los
miembros.
Así
la vida de la Iglesia
no es más floreciente porque se acreciente el número de reuniones, Consejos y
organismos, sino que lo será si hay santidad en sus miembros, amor a Cristo,
obediencia a su Palabra, docilidad a la gracia, floreciente vida litúrgica. Así
es como la Iglesia
se renueva y crece:
“Contemplamos la
vitalidad de la Iglesia,
como el padre mira el rostro de sus hijos para ver si están sanos, alegres,
buenos. O también como el pastor que mira con avidez y afecto su grey, para ver
si está completa, unida y le sigue. O también como el médico que observa en los
signos externos de una persona su estado de salud interior. Así miramos
nosotros a la Iglesia,
sabiéndola muy rica en almas vivas y santas” (Pablo VI, Audiencia general,
14-septiembre-1966).
La
vitalidad de la Iglesia
se cifra en las almas santas, no en la multiplicidad de organismos decisorios;
se cifra en la santidad vivida por sus hijos, no en el incremento de burocracia
y oficinas interdiocesanas, diocesanas y parroquiales plagiando sistemas
empresariales y de marketing.
Quien
más se entrega sin reservas a la obra del Señor, quien más confía en la gracia
que en sus propios recursos naturales, quien más se deja llevar por la
actuación del Espíritu Santo, ése vive en santidad, ése participa desde lo más
interno en la vida de la Iglesia. Se
convierte en un miembro vivo y eficaz dentro de la Comunión de los santos:
“Uno de los signos que nos parece mejor indica
la vitalidad de la Iglesia,
que Nos estamos indagando, es la participación; la participación, decimos, de
los miembros de la Iglesia
en su vida... La humanidad misma, que forma la Iglesia, puede irradiar el
elemento divino –la verdad, la caridad, la santidad, la inmortalidad-… En
virtud de ello cada persona se convierte en célula viva del cuerpo místico del
Señor, la Iglesia,
si procura participar en lo que la unifica y vivifica” (Ibíd.).
Una
corriente de vida y de gracia fecunda constantemente la Iglesia; brota del Corazón
del Salvador y vivifica a todos. Quien la recibe, agradecido, se convierte en
miembro vivo, acrecienta su sentido de Iglesia y se dispone a darse por
completo. ¡Esto es para todos como universal y para todos es la vocación a la
santidad!: niños, jóvenes, ancianos; matrimonios y familias; enfermos e
imposibilitados o catequistas y misioneros; contemplativos en sus Monasterios o
trabajadores en sus respectivas profesiones…
El
criterio entonces de participación en la Iglesia no es la intervención, ni prestar un
servicio parroquial (siendo buenos y necesarios, claro está), sino la
participación está referida a la santidad, y cuanta mayor vida de santidad,
mayor y mejor y de más alcance será la participación en la vida real de la Iglesia:
“También se ve
cómo la mejor suerte para el cristiano es la de participar con plenitud en la
vida de la Iglesia.
¿Quién participa más en ella? Es evidente, quien recibe de la Iglesia su santidad
sacramental y trata de transfundirla a su santidad moral. Los santos son los
miembros vivos de la
Iglesia. Y todos estamos llamados a la santidad” (Ibíd.).
Precioso post. Yo añadiría que tomando la Voluntad de Dios para cada persona, como meta fundamental de vida cristiana, siendo capaz de dejar en segundo ó tercer plano los propios proyectos e ideas, es decir abnegando la propia voluntad en todo, es como el Señor, poco a poco, en la medida de la entrega de cada alma, puede y va santificando a cada miembro de la iglesia.
ResponderEliminarUn saludo filial, Padre Javier