Junto a la Ofrenda de Cristo mismo al Padre, que la Iglesia realiza en la santa Misa por manos del sacerdote, se incluye igualmente nuestra propia ofrenda, es decir, la ofrenda de nosotros mismos.
¡Ah!, ¿que también nosotros nos ofrecemos? ¿Cómo y para qué?
¿Que nos hacemos ofrenda también? ¡Sí!
Todos los misterios de Cristo se reproducen y prolongan en nosotros, miembros de su Cuerpo; y si completamos en nuestra carne la pasión de Cristo en favor de su Cuerpo que es la Iglesia (cf. Col 1,24), también somos incluidos en su Ofrenda del altar.
Nosotros mismos nos ofrecemos unidos a Cristo. Aquí entra, ¡qué hermosura!, la doctrina del sacerdocio bautismal de todo el pueblo santo de Dios.
“Él nos transforme en
ofrenda permanente”
-Comentarios a la
plegaria eucarística – VIII-
El bautismo nos ha conferido a todos el sacerdocio común, agregándonos a
la santa Iglesia. Siendo sacerdotes por el bautismo, nuestro corazón se
convierte en un altar en el cual ofrecemos sacrificios espirituales, oraciones
y obras de misericordia: “la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia,
actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que
ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar” (CAT
2655). Predicaban así los Padres de la Iglesia:
“¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esta víctima.Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. Os exhorto, por la misericordia de Dios -dice-, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva… Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tu oración arda continuamente, como perfume de incienso: toma en tus manos la espada del Espíritu haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio” (S. Pedro Crisólogo, Serm. 108).
Con nuestros labios, pronunciamos la alabanza a Dios y también
intercedemos, rogando por los demás, suplicando por sus necesidades y dolores,
de manera constante, con caridad sobrenatural en virtud del vínculo que nos
une: la Comunión
de los santos.
Pero es en la liturgia donde brilla
el ejercicio del sacerdocio bautismal en toda su extensión y belleza. Como
sacerdotes por el bautismo, vivimos la liturgia como expresión del culto debido
a Dios, reconociendo su Amor, su grandeza, salvación. Así se realiza aquello
que decimos: “es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias
siempre”. A la liturgia no se asiste ni se participa por motivos humanos o
sentimentales, o cuando a uno le apetece, o cuando uno busca algo y lo necesita…
¡se asiste y se vive por Dios, por glorificar a Dios! ¡Es nuestro deber y
salvación!
El sacerdocio bautismal, ejercido
por todos los fieles, por el pueblo santo de Dios, es un don y una gracia. Nos
permite asistir a la santa liturgia, participar en los divinos misterios,
recibir las gracias divinas.
Cuando oramos juntos, y respondemos
“Amén” a las plegarias del sacerdote, participamos como pueblo sacerdotal;
cuando en el silencio escuchamos las
lecturas bíblicas y la proclamación del Evangelio, en el “hoy” de la salvación,
estamos también participando como pueblo sacerdotal;
cuando en el silencio meditativo
oramos en nuestro interior durante el acto penitencial, durante el “Oremos” de
la oración colecta, después de la homilía o al acabar la comunión, somos un
pueblo sacerdotal orante que participa;
cuando cantamos las partes comunes,
o respondemos cantando el “Amén” de la plegaria eucarística, o el estribillo
del salmo responsorial, estamos ejerciendo nuestro sacerdocio bautismal
mediante la participación activa con el canto litúrgico;
cuando en las preces, a las
intenciones que nos propone un diácono o un lector, todos respondemos,
ejercemos el sacerdocio bautismal intercediendo ante Dios por la Iglesia, el mundo y las
necesidades de los hombres,
cuando, en procesión, se aporta al
altar solamente el pan y el vino y dones para la Iglesia o para los pobres,
como ofrendas reales –jamás “simbólicas” como algunos dicen-, todos ofrecemos a
Dios y entregamos nuestras propias ofrendas y sacrificios espirituales como
sacerdotes por el bautismo,
cuando nos unimos contemplativamente
a la gran plegaria eucarística que el sacerdote pronuncia, respondemos con las
aclamaciones, la hacemos nuestra y sellamos con el “Amén” final, somos el
pueblo sacerdotal que ofrece la
Víctima por manos del sacerdote;
cuando avanzamos en procesión al
altar para la recepción de la
Comunión sacramental, participamos plenamente de la Eucaristía y recibimos
a Cristo mismo que nos santifica y nos une a Él.
Sacerdotes por el bautismo, en la
liturgia de la vida, participamos en el culto litúrgico de la Iglesia. Es un deber y
al mismo tiempo una gracia inmerecida que el Señor nos otorga.
Esta doctrina sobre el sacerdocio
bautismal y el servicio santo de la liturgia ni es nueva ni es un invento; ya
vimos, con los Padres, que está profundamente anclada en la Tradición, y la liturgia
lo corrobora al pedir:
Oh Cristo, que
en tu bautismo nos revelaste a la
Trinidad, renueva el espíritu de adopción el sacerdocio real
de los bautizados[1].
Señor, sol de
justicia, que nos iluminaste en el bautismo, te consagramos cada día de nuestra
vida[2].
Rey
todopoderoso, que por el bautismo has hecho de nosotros un sacerdocio real, haz
que nuestra vida sea un continuo sacrificio de alabanza[3].
Señor Jesús, sacerdote
eterno, que has querido que tu pueblo participara de tu sacerdocio, haz que
ofrezcamos siempre sacrificios espirituales agradables a Dios[4].
Cristo
altísimo rey de paz y de justicia, que consagraste el pan y el vino como signo
de tu propia oblación, haz que sepamos ofrecernos junto contigo[5].
Dios
todopoderoso, mira siempre complacido
las ofrendas
del pueblo que te está consagrado,
y, por la
eficacia del sacrificio del altar,
haz que la
multitud de los creyentes sea siempre para ti
estirpe elegida,
sacerdocio real,
nación
consagrada, pueblo de tu propiedad.
Por Jesucristo
nuestro Señor (cf. OF Por la
Iglesia, A).
Javier Sánchez
Martínez, pbro.
¡Amén!
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