Los pecados son lo que son, y nos destruyen, aun cuando a veces ni sepamos que los estamos cometiendo. Al iluminar la conciencia moral y formarla, podremos irnos reconociendo tal como somos delante de Dios y así volver a Él, reconducirnos, reparar el daño que hayamos causado a los demás y eliminar de nosotros el veneno de muerte.
La avaricia es un pecado insaciable: nunca se tiene bastante, siempre se quiere más, e incluso se justifica ese deseo con argumentos distintos para no parecer avaricioso, sino ahorrador, o previsor, o por el bien de los hijos.
Una persona avara nunca cree que tiene bastante. Y si para acaudalar más comete fraude, o realiza injusticias sobre los demás, lo hace. Es su pasión dominante.
Pero mejor será que un Padre de la Iglesia nos ilumine, forme, enseñe y amoneste. San Basilio dedicó un sermón contra la avaricia denunciándola como idolatría e injusticia y sus palabras nos van a acompañar a lo largo de esta Cuaresma para conocer y detectar este pecado.
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1. Todo esto viene de Dios: tierra fértil, condiciones atmosféricas favorables,
semillas abundantes, ayuda de bueyes y todo aquello que permite prosperar a la
agricultura. Y ¿qué hubo de parte del hombre? Mezquindad, misantropía y
avaricia. Así correspondió a su Benefactor. No se acordó de la naturaleza
común, ni consideró necesario distribuir lo sobrante a los pobres. No tuvo en
cuenta el mandamiento: No niegues un bien
a quien lo necesita; la misericordia y la fidelidad no te abandonen y comparte
tu pan con el hambriento.
Todos
los profetas y todos los maestros lo gritan, pero no fueron escuchados; sino
que, mientras los graneros se rompían abarrotados con la abundancia de lo allí
almacenado, su ávido corazón no se colmaba. Añadiendo constantemente las cosas
nuevas a las viejas y aumentando su riqueza con las ganancias de cada año, cayó
en este problema sin salida, porque por avaricia no consentía despojarse de lo
viejo, y no podía recibir lo nuevo por la cantidad que ya tenía. Por eso sus
decisiones no eran vanas y sus preocupaciones no tenían remedio: ¿Qué haré?
¿Quién
no compadecería a un hombre tan atormentado? Desdichado por su prosperidad,
compadecido por sus bienes presentes y aún más por los que esperaba tener, la
tierra no le reporta ingresos, sino que le produce lamentos. No es abundancia
de frutos lo que le prodiga, son preocupaciones, penas y terribles apuros.
Llora igual que los pobres. ¿No emite la misma queja el que se lamenta por
indigencia? “¿Qué haré? ¿De qué me alimentaré? ¿Con qué me vestiré?” También
esto expresa el rico. Su corazón se aflige devorado por la zozobra. Lo que hace
feliz a otros, al avaro lo consume, pues no disfruta con tener todo en su casa,
sino que la riqueza que se derrama y desborda sus graneros le acucia el alma,
no sea que algo asome fuera y dé ocasión de solaz a los indigentes.
n.
2. Lo que le pasa a su alma me parece semejante a lo de los glotones, que
prefieren reventar de intemperancia antes que compartir los restos con los
pobres. Reconoce, hombre, al Donador. Acuérdate de ti mismo: quién eres, qué
bienes administras, de quién los has recibido, por qué has sido preferido a
muchos otros. Has nacido servidor de un Dios bondadoso, administrador de tus
consiervos. No pienses que todo está destinado a tu vientre, considera lo que
tienes en tus manos como ajeno. Te hará feliz poco tiempo, después se escurrirá
desapareciendo, y tendrás que rendir cuenta de ello con exactitud…
Escatimas
a los hombres el uso de las riquezas y, almacenando en tu alma malos
propósitos, meditas no cómo repartir a cada uno lo necesario, sino cómo
privarles a ellos de cualquier provecho después de acapararlo todo.
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