Mentes tuorum visita
imple superna gratia
quae tu creasti pectora.
Visita las
almas de tus fieles.
Llena de la
divina gracia los corazones que Tú mismo has creado.
¡Ven!
Ven
y visita las almas de los tuyos; tuyos son porque Tú los marcaste y sellaste
con un sello indeleble en el Bautismo y la santa Crismación. Ven, visita las
almas de los tuyos, renueva en los tuyos la gracia de Pentecostés. En sus
corazones, que son templo tuyo, ven, Espíritu Santo, y cólmalos de tu gracia
superior y celestial. ¡Tuyos son!, santifícalos, únelos a Cristo, con toda
gracia espiritual.
Llenos
de esta gracia, podremos discernir, reconocer, dejarnos seducir, por lo “verdadero,
noble, justo, puro, amable, laudable…” (Flp 4,8) y su gracia nos iluminará
interiormente para reconocer la verdadera Belleza e inspirarnos a nosotros
mismos:
“En toda inspiración auténtica hay una cierta vibración de aquel «soplo»
con el que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la obra de la
creación. Presidiendo sobre las misteriosas leyes que gobiernan el
universo, el soplo divino del Espíritu creador se encuentra con el genio del
hombre, impulsando su capacidad creativa. Lo alcanza con una especie de
iluminación interior, que une al mismo tiempo la tendencia al bien y a lo
bello, despertando en él las energías de la mente y del corazón, y haciéndolo
así apto para concebir la idea y darle forma en la obra de arte. Se habla justamente
entonces, si bien de manera análoga, de «momentos de gracia», porque el ser
humano es capaz de tener una cierta experiencia del Absoluto que le
transciende” (Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 15).
Espirado
por el Padre, el Espíritu mismo es nuestra “inspiración” interior para el bien,
la verdad y la belleza, en obras y palabras.
“Envíanos
tu Espíritu, luz esplendorosa, y haz que penetre hasta lo más íntimo de nuestro
ser” (Preces Laudes Viern. VII Pasc.).
¡Inspíranos
siempre, Señor Espíritu Santo!
3. Qui diceris Paraclitus
Tú eres nuestro consuelo
Cristo
llamó repetidas veces al Espíritu Santo “Paráclito”, palabra griega que posee
una doble valencia: es “Abogado” y es “Consolador”.
Desde
el Padre, Cristo envía al Paráclito: “Yo pediré al Padre que os dé otro
Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad” (Jn
14,16-17), “el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre,
será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn
14,26).
Viene el
Espíritu Santo como nuestro intercesor y abogado ante el tribunal de Dios…
frente a la acción insidiosa, repugnante, de Satanás, que lleno de odio, es “el
acusador” (Ap 12,10), el que acusa ante Dios día y noche, omitiendo lo bueno y
santo, señalando con el dedo, buscando la condenación. El Espíritu es por el
contrario nuestro abogado y nos defiende y nos preserva, “intercede por
nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26).
Así,
pues, hemos de comprender al Espíritu como “nuestro abogado”:
“El abogado (defensor) es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a los pecados cometidos, los defiende del castigo merecido por sus pecados, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es precisamente lo que ha realizado Cristo. Y el Espíritu Santo es llamado “el Paráclito”, porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna. El Paráclito será “otro abogado-defensor” también por una segunda razón. Permaneciendo con los discípulos de Cristo, Él los envolverá con su vigilante cuidado con virtud omnipotente” (Juan Pablo II, Audiencia general, 24-mayo-1989).
El
Espíritu, Paráclito, es nuestro Consuelo; Él nos da la consolación de Dios,
bálsamo suave y penetrante en el alma. Nos rehace por dentro, con dulzura, sean
cuales sean nuestras fracturas, grietas, dolores. Por muchas que sean las
aflicciones (físicas, psicológicas o espirituales), Él todo lo suaviza
internamente.
Las desolaciones interiores no llegarán a quebrantarnos: Él
consuela, Él nos une a Dios, haciendo sentir su Presencia, su Cercanía, su
Compañía, con la que todo se puede vivir, sufrir, afrontar. “Envía tu Espíritu,
luz de los corazones, para que confirme en la fe a los que viven en medio de
incertidumbres y dudas” (Preces Laudes Sáb. VII Pasc.).
¡Consuelo
de Dios es el Espíritu Santo! Él viene a confortarnos en nuestra debilidad. Él
es la verdadera consolación. “Envía tu Espíritu consolador a los que viven
desconsolados, para que enjugue las lágrimas de los que lloran” (Preces Visp.
Lunes VII Pasc.).
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