Invocamos
a Jesús, le tenemos devoción a Jesús. Perfecto. Es necesario. ¿Pero quién se
contenta con ver la foto de alguien a quien quiere en vez de estar con él,
salir juntos, comer, dar un paseo? Cuando se quiere a alguien, lo que se quiere
es estar con él, convivir, compartir... y una foto es sólo un recordatorio y
una suplencia. Nada puede sustituir la presencia de la persona querida.
Con
Jesús, claro está, ocurre lo mismo. Tenemos la gran ventaja de su presencia
real. Está muy cerca porque el Sacramento de la Eucaristía es su presencia real
y en cada Sagrario está Él: basta acercarse, rezar de rodillas, mirar la puerta
del Sagrario y la vela roja encendida cerca de él para estar en su presencia,
disfrutar de su amor, gozar de su compañía, hablarle, interceder, conversar con
Cristo. Ahí está: en cada Sagrario, ¡Jesús vivo!
Deberíamos
abrir los ojos del corazón con sencillez, dilatar y ensanchar nuestra alma,
encender nuestros afectos y devoción y asombrarnos de tan gran maravilla; será
ocasión de ver la Belleza del Misterio de la Eucaristía, para contemplar y
gozar de la potencia y Vida de Cristo Resucitado. Entonces, y sólo entonces,
quedaremos fascinados por Cristo. ¿Cómo es posible, Señor, que te hayas quedado
con nosotros? ¿Cómo es que te has dignado cambiar la sustancia del pan en tu
cuerpo? ¿Cómo puede ser, Señor, que tu delicia sea estar con los hijos de los
hombres; cómo que Tú nos des pan vivo, alimento de inmortalidad? Señor de infinita
misericordia, Resucitado, ¿tanto amor nos tienes que te entregas a nosotros en
el Sacramento de la Eucaristía?
Es
menester que brote en nosotros, en cada alma, asombro, admiración, amor,
gratitud, ante el portento del amor que es la Eucaristía. Sólo así habrá en
nuestra alma verdadero amor por la Eucaristía y la consideraremos como lo que
es, un gran regalo, el más grande y verdadero regalo del Resucitado.
Vivir
más profunda e intensamente la
Eucaristía será, indefectiblemente, crecer en la vida interior y en
santidad, en el amor de Cristo, en el servicio atento al prójimo, al hombre,
transformando nuestro mundo. Hemos, pues, de vivir eucarísticamente, vivir cada
vez más la Eucaristía y vivir de la Eucaristía.
El corazón debe descubrir al
Señor en el Sagrario. Hay una mirada de fe que siente interiormente a Cristo en
el Sagrario. Pocos lugares más apropiados y acogedores para sentir y gozar su
Presencia y entregarnos a Él, para orar y meditar, que el Sagrario. Un objetivo
importante lo trazó Juan Pablo II en la Carta Apostólica Mane nobiscum Domine:
“La presencia de Jesús en el sagrario ha de constituir un polo de atracción
para un número cada vez mayor de almas enamoradas de él, capaces de permanecer
largo rato escuchando su voz y casi sintiendo los latidos de su corazón:
“¡Gustad y ved qué bueno es el Señor!”” (n. 18).
No pases delante de una iglesia
abierta sin pararte unos minutos ante el Señor en el Sagrario. Él te espera,
manso y humilde de corazón, para compartir tus cargas y tus cansancios.
Espiritualmente, hace mucho
bien al alma detenerse unos instantes ante el sagrario y hacer una visita, es
un “breve encuentro con Cristo, motivado por la fe en su presencia y
caracterizado por la oración silenciosa” (Directorio Liturgia y piedad popular,
n. 165). Al encontrarse con Cristo en el Sagrario para una breve visita o hacer
un rato amplio de oración, se puede gozar de la comunión espiritual con el
mismo Cristo Resucitado. El Magisterio de la Iglesia enseña que “al detenerse
junto a Cristo Señor, disfruten en íntima familiaridad, y ante Él abren su
corazón rogando por ellos y por sus seres queridos y rezan por la paz y la
salvación del mundo” (Instrucción Eucharisticum Mysterium, n. 50).
Sería una tremenda
ingratitud olvidar al Señor en el Sagrario, no hacer la genuflexión al pasar
delante de él y saludarlo, no visitarlo, ni estar con él, y centrar nuestra
atención en las imágenes. No consintamos ese desprecio al Señor; no dejemos ni
convirtamos nuestro sagrario en un sagrario abandonado. Él se hace Compañero
nuestro en el Sagrario: disfrutemos de su Compañía real y sacramental.
La Eucaristía: un portento de amor ¡Es perfecto¡
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