El
Sagrario, que también se denomina tabernáculo o reserva eucarística, guarda
tras su puerta las especies eucarísticas, el pan que consagrado en la Santa
Misa se ha convertido en el Cuerpo real de Cristo, verdadera y sustancialmente.
Una vela normalmente roja arde siempre encendida cerca de él, como una ofrenda
(nuestra vida debe consumirse siempre ante el Señor) y como una señal para que
siempre se sepa dónde está el Santísimo. A veces el Sagrario se cubre también
con un velo o cortina (el conopeo) que sirve igualmente para señalar dónde está
el Señor.
Cuando se pasa delante del Sagrario, y sólo para el Señor
sacramentado (no ante cualquier altar, retablo o imagen), se hace la genuflexión,
es decir, se hace un signo que consiste en poner la rodilla derecha en tierra,
pausadamente, para saludar al Señor en homenaje de amor y reverencia. Al entrar
en una iglesia, y tras santiguarse con el agua bendita como memoria del bautismo,
lo primero es buscar dónde está el Sagrario, hacer la genuflexión y luego orar
de rodillas ante él.
Un buen católico sabe estas
cosas, las practica y las ama. Un buen católico, que ama a Jesús, convierte el
Sagrario en el centro de su vida cristiana, de su oración, de su amor. No se le
ocurre a un buen católico omitir la genuflexión ante el Sagrario o pasar
delante de una iglesia abierta y no pararse cinco minutos a hacer la visita a
Jesús Sacramentado en el Sagrario. Son cosas fundamentales. Elementales. Son
inherentes a cualquier católico porque forman parte de la tradición católica
que tantos frutos ha dado en santidad, en testimonio, en martirio.
La clave de la santidad es
pasar muchas horas de sagrario y de custodia. Para ser santos es imprescindible
estar muchos ratos de rodillas ante el Santísimo expuesto. Pablo VI escribía de
forma bellísima en su encíclica Mysterium fidei: “todo el que se vuelve al
augusto sacramento eucarístico con particular devoción y se esfuerza en amar a
su vez con prontitud y generosidad a Cristo que nos ama infinitamente,
experimenta y comprende a fondo, no sin gran gozo y aprovechamiento del
espíritu, cuán preciosa es la vida escondida con Cristo en Dios y cuánto sirve
estar en coloquio con Cristo: nada más dulce, nada más eficaz para recorrer el
camino de la santidad” (MF n. 68). Y en palabras de Juan Pablo II: “La Iglesia y el mundo tienen una gran
necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este Sacramento del amor.
No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la
contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del
mundo. No cese nunca nuestra adoración” (Carta Dominicae Cenae, 3).
La última encíclica que escribió Juan Pablo II,
Ecclesia de Eucharistia, ofrece una perspectiva espiritual muy hermosa de la
adoración eucarística: “Es hermoso estar con Él, y reclinados sobre su pecho
como el discípulo predilecto, palpar el amor infinito de su corazón. Si el
cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el “arte de la
oración”, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en
conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante
Cristo presente en el Santísimo Sacramento?” (EdE, 25).
El misterio de la Eucaristía es el
sacramento que oculta y desvela a un tiempo: oculta a Cristo Resucitado al que
no vemos con los ojos de la carne, y desvela el poder del Eterno viviente que
permanece entre nosotros. ¿Cómo es posible? ¡Locura de amor! Cristo es todo
amor, rebosa amor, sus llagas abiertas son ventanas por las que podemos
entrever sus entrañas de amor, su Corazón latiendo de amor por ti y por mí, por
su Esposa la Iglesia y por la humanidad toda. ¡Sus llagas! ¡Qué buen refugio
donde hallar descanso y sosiego!
La Eucaristía es misterio de amor, el sacramento del amor, el amor mismo entregándose realmente, actualizando su Pasión, rebosando vida eterna para nuestro peregrinar terreno.
Todo amor. Todo rebosa de amor en la Eucaristía. Todo es expresión de
ese mayor amor de Cristo, al que el pueblo cristiano, certeramente, canta como
“el Amor de los amores”. No hay mayor amor que Cristo-Eucaristía; no hay
semejante entrega que Cristo Sacerdote, Víctima y altar en cada Misa. Sólo el
amor puede adivinar el Misterio cuando en el altar se realiza la Eucaristía.
¿Cómo celebrarla? ¿Cómo escuchar la Palabra viva de Dios proclamada?
¿Cómo ofrecer y ofrecernos? ¿Cómo participar de la gran plegaria eucarística?
¿Cómo comulgar y dar gracias? ¿Cómo cantar y orar? Sólo con amor es posible.
Mucho amor. Nada más que amor. Un amor nuestro que corresponde al mayor amor de
Cristo que se nos da. ¡Y qué amor de
Jesús! ¡Qué supereminente, sobreabundante, excelente, rebosante, es la caridad
de Jesús dándose eucarísticamente! ¡Qué Corazón de amor es el de Jesús! Sí, es
hoguera ardiente, abismo de todas las virtudes, delicia de los santos, fuente
de vida y de santidad.
¿Se queda ahí el amor de Cristo? ¡Va mucho más allá!
Impredecible Nuestro Señor, Cristo es todo amor, un amor permanente,
real y cercano. El Corazón de Jesús es eucarístico, una fuente permanente de
amor. ¿Dónde hallarlo? El Sagrario, el Sagrario mismo, todo Sagrario, es el
Corazón eucarístico de Jesús ofreciendo su amor y esperando nuestro amor. El
Sagrario es el mismo Corazón de Jesús. En el Sagrario late ese amor divino y
vivificante, en el Sagrario, tan cercano, en cada iglesia, podemos encontrar el
Amor verdadero.
En nuestro mundo falta amor; los corazones humanos cada vez se
convierten más en corazones de piedra, inhábiles para amar, secos para derramar
misericordia. En el Corazón eucarístico del Señor, en el Sagrario, en nuestro
Sagrario, habremos de poner amor en un mundo donde no hay amor, para que salga
y brote el amor. Es la reparación eucarística: ofrecer nuestro amor al Corazón
de Cristo en el Sagrario para que fluya como torrente sobre la humanidad.
¡Cuántas Eucaristías vacías, rituales, frías porque falta amor!
¡Cuántos Sagrarios abandonados!, sin que reciban una luz, flores, una
visita, una plegaria musitada con fe...
¡Cuántas custodias arrinconadas!, porque ya no se sabe orar en
silencio con el Amor.
Derrochemos amor a Jesús, como María en casa del fariseo le ungió con
nardo abundante.
Nuestro amor sea ofrecido al Corazón eucarístico del Señor.
Nuestra vida gire única y exclusivamente en torno a la Eucaristía.
Seamos reparadores con Cristo. Seamos compañeros de Cristo en el
Sagrario.
Convirtámonos en adoradores que con inmenso amor ardamos en celo
redentor: ¡que su amor eucarístico venza toda resistencia en el corazón de los
hombres!
Seamos lámparas en torno al Señor, donde siempre luzca nuestro amor
por Él, nuestros detalles de amor con Él, nuestra delicadeza, nuestra visita,
la plegaria fugaz junto con los largos ratos de adoración, las flores
escogidas, el perfume mejor junto al Señor.
Pongamos en cada momento –en el trabajo, en el descanso, en el
estudio, en todo- nuestro corazón en el Sagrario, un rápido vuelo del corazón a
visitar nuestro Sagrario. Estemos allí. Con Él. Con Jesús Vivo.
¡Olé!
ResponderEliminarFelicidades padre, Estemos allí. Con Él. Con Jesús Vivo.
Abrazos fraternos