martes, 30 de enero de 2018

Los que supieron amar (Palabras sobre la santidad - LI)

Cuando el egoísmo, el amor de sí mismo por encima de todos, es vencido y purificado por el amor de Dios -la cáritas, el ágape-, se produce una transformación absoluta de la persona. Aprende a amar con un amor nuevo, el amor de Dios, libre de impurezas y egoísmos, y comienza a servir a sus hermanos, a ponerse a sus pies en un continuo lavatorio servicial.


El amor, que busca siempre correspondencia en su movimiento íntimo, no es ya un amor acaparador, absorbente, interesado, sino un impulso de salida de sí mismo para donarse al otro, entregándose sin límites. El amor de Dios es su apoyo firme, su alimento, su sostén contínuo. Ha dominado sus pasiones, vencido su egoísmo y el amor de Dios ha empezado a triunfar en todo.

Así surge la experiencia de los santos, como aquellos que, llenos del amor de Dios, y habiendo sido purificados por el amor de Dios, han aprendido amar, saben lo que es amar de verdad. Los santos son los mejores exponentes del insondable amor de Dios, sus testigos vivos. Son los hombres nuevos, los ejemplares más acabados de la humanidad nueva que Cristo ha generado, los modelos del verdadero humanismo cristiano. 

"Algo formidable, hijos carísimos, que hace un problema de todo y con urgencia: ser cristiano es una inefable fortuna, misterioso para nosotros mismos, dignidad incomparable, exigencia implacable, consuelo inextinguible, estilo inconfundible, nobleza peligrosa, humanismo original, humanismo, sí, auténtico, sencillo, feliz; vida verdadera, personal y social. Dar a este título de cristianos su verdadero significado, aceptar la exaltación que lleva consigo: “Reconoce, cristiano, tu dignidad”, exclama San León Magno; buscar su potencialidad interior y traducirla en conciencia, la conciencia cristiana; afrontar el riesgo, la elección que de ello se deriva; componer en su derredor su equilibrio espiritual, su personalidad; profesar externamente la coherencia, el testimonio que esto supone; he ahí el deber común de los fieles, siempre, pero especialmente en la hora presente, y mucho más por parte de los católicos que quieren vivir con sinceridad y sencillez su fe" (Pablo VI, Alocución a los graduados católicos italianos, 3-enero-1965).


Han alcanzado un equilibrio humano grande porque han sido sostenidos por la gracia. La dignidad cristiana la han vivido hasta el extremo, como verdaderos hombres nuevos a imagen de Cristo. El amor va a ser su nota distintiva. 

La dignidad del cristiano, tan alta, se comprueba en la nota de la santidad y en la nota del verdadero amor:

"Esto por un doble motivo esencial, es decir, la perfección, victoriosa de los fáciles fingimientos y de las vilezas comunes, la santidad, podíamos decir, en el sentido accesible a todos de este término tan exigente; y segundo, para prestar a la comunidad la contribución de servicio y amor, a que la ley del nombre cristiano a todos nos invita  y nos obliga: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos –dijo Cristo en la noche última de su testamento- (es decir, que sois cristianos) si os amáis los unos a los otros” (Jn 13,35)" (Pablo VI, Alocución a los graduados católicos italianos, 3-enero-1965).

Sabemos que la caridad, el amor, siempre construye y edifica, nunca arrasa ni destruye; obra el bien, se aleja de cualquier injusticia y forma de mal. 

Los santos, viviendo ese amor, han construido allí por donde han pasado.

"El amor construye, pero el odio destruye. En algunos momentos, por el hecho de que libera fuerzas hasta ahora convergentes –es lo que sucede en la desintegración del átomo-, el odio puede aparecer como el más fuerte. Pero es una ilusión. El odio y la violencia destruyen y se destruyen. Tienden a la nada. Es el amor quien es fuerte y aun el más fuerte. Los santos lo han comprendido al seguir a Jesús.  Los santos, en cada punto del tiempo y del espacio donde viven, se portan como un rayo particular destacado de la infinita santidad de Jesús. La vida de cada uno de ellos es para la época en que viven como una realización inmediata y existencial de una de las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña..." (Pablo VI, Homilía, Ginebra, 10-junio-1969).

Con ese amor grande, lleno del amor de Dios, han ido transformando este mundo en algo mejor, dejando una estela de luz por donde han obrado, siendo sembradores del Reino.  El mundo ha sido mejor por los santos; la humanidad ha mostrado hasta dónde puede llegar en los santos y en la fuerza de su amor.

"Los santos, sumergiéndose en el amor de Dios, se sumergen en la paz de Dios; y, volviendo a nosotros, es la paz de Dios la que ellos nos traen. Son los pacificadores, los realizadores de la paz divina en medio de los hombres; una vez más escuchamos el pregón evangélico: bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios" (Pablo VI, Homilía, Ginebra, 10-junio-1969).

Al leer sus vidas,  al dejarnos interpelar por sus existencias transfiguradas, recibimos adecuadas, justas y prácticas lecciones sobre lo que es el amor, el de verdad... porque ellos sí supieron amar.


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