miércoles, 10 de enero de 2018

La esencia del cristianismo



            ¡Qué cierto es que a veces las ramas no dejan ver todo el bosque! Es muy fácil perder una visión de conjunto que sitúe ante las cosas y detenernos en aspectos parciales o incluso periféricos. ¿Qué es el cristianismo? ¿Qué es ser católico? ¡Cuántas respuestas distintas, opuestas entre sí, incluso extravagantes, tendríamos que oír si formulásemos esa pregunta! Sin embargo, ahí es donde se juega el todo. Porque... tal vez, puede sólo que tal vez, estemos despistados.



Si os parece, hay un concepto que expresa muy bien lo que andamos buscando e intentamos hoy definir: la esencia del cristianismo. Retornemos a la esencia del cristianismo: ¡DIOS ES AMOR!, y, como dice San Juan, “nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él”. Dios nos ha amado primero y nosotros sólo podemos acoger y corresponder a ese amor “inaudito”. Esto es lo que corresponde al deseo más profundo del corazón humano, capaz de infinito, capaz de Dios (capax Dei): ser amado gratuita y totalmente.

            Un párrafo magistral de la encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI apunta a esta realidad: 


““Hemos creído en el amor de Dios”: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (n. 1).


El cristianismo no es una ética para un comportamiento social virtuoso, ni una ideología al servicio de ningún poder político, ni una filosofía que muestre y señale unos razonamientos, ni el conjunto de unas costumbres configuradoras de una cultura, pero vacías hoy de contenido vital o impacto social, tradiciones y costumbres a las que a veces no les vemos el sentido original-cristiano por las que nacieron: el cristianismo es el encuentro con la persona de Jesucristo.


            El relato evangélico del encuentro de Juan y Andrés con Jesús es paradigmático de todo esto; relato actual porque sigue sucediendo.

            Juan y Andrés vieron a Jesús. Pasaron con Él aquel día. Se quedaron prendados de su palabra, de su trato, de su cercanía. Les llenaba. Habían descubierto en Él algo que en nadie habían visto antes.

            Jesús les atraía. Querían estar con Él. No separarse jamás de Él. El corazón respiraba sereno. Y Cristo en ese encuentro respondió a esa sed, a ese impulso interior que todos tenemos. Entonces sus vidas cambiaron. Jamás se separarían de Él. Y esa presencia de Cristo lo ilumina todo, lo transforma todo: en la persona, ilumina su inteligencia, enciende la voluntad, cierra las heridas del pasado, curando la memoria; esa presencia de Jesús orienta el modo de vivir el matrimonio, la familia, la amistad, el trabajo, la empresa, la profesionalidad, el apostolado, el compromiso cristiano con la sociedad, con la política, con la economía, con la enseñanza y la educación; la presencia de Jesús vivo origina una cultura, un humanismo, un nuevo orden social, unas relaciones sociales basadas en la justicia, en la paz, en la fraternidad cristiana; este encuentro con Cristo da sentido a lo que uno vive: la cruz, las dificultades, la enfermedad: porque se lleva la misma cruz de Jesús sobre nuestros hombros. El encuentro con Jesús produce tal impacto en el corazón que toda nuestra vida cambia, adquiriendo un nuevo sabor, un nuevo gusto, una felicidad y plenitud que en nada ni en nadie podríamos jamás encontrar.

            Jesús para ellos no era un lema, una pegatina o un traje que se podían poner o quitar según les conviniese, no era un principio de acción, ni una filosofía, ni una ética virtuosa; no era una imagen o un recuerdo bonito del pasado. ¡Era alguien vivo! ¡Era el sentido mismo de su existencia! ¡Jesús lo era ya todo para ellos! El encuentro con Cristo los llenó de estupor, de asombro, de admiración.

            Desde entonces todo en su vida tomaba una nueva luz. Se les abría un nuevo horizonte. Y no lo vivieron solos: se les agregaron otros y ellos mismos se convirtieron en apóstoles que fueron atrayendo a otros (a Pedro, a Santiago) para que hiciesen la misma experiencia de Cristo.

            Jesús sí, la Iglesia también. No se es cristiano solo (“unus christianus, nullus christianus”, decía San Cipriano). No se es cristiano por libre, solo, acordándose de Jesús sólo para rezar en los momentos de apuro y angustia, o acercándose a la Iglesia sólo de vez en cuando (en una boda y en un entierro). Se es cristiano y se vive unido a Jesús en Compañía, en la Compañía de la Iglesia.

Jesús sí, la Iglesia también. Porque la Iglesia nos acompaña y nos lleva a Jesús.

Jesús sí, la Iglesia también. Porque no puede haber amor a Jesús y desprecio o burla o rechazo e incluso crítica a la Iglesia.

Jesús sí, la Iglesia también. Porque sin la Iglesia, Cristo no me puede tocar en los sacramentos, hacerme hermano suyo e hijo de Dios en el bautismo, darme su Espíritu en la Confirmación, alimentarme con su Cuerpo en la Santa Misa, perdonarme de mis muchos pecados en el sacramento de la Confesión.

Jesús sí, la Iglesia también. Porque Jesús lo primero que hace es juntar un grupo de discípulos, de amigos, que vayan siempre con Él, que estén con Él, que vivan como vivía Él, naciendo así, con aquel grupo de discípulos, la Iglesia, la misma Iglesia a la que, gracias a Dios, tú y yo, pertenecemos hoy.

Jesús sí, la Iglesia también. Porque en la Iglesia nos encontramos con Jesús vivo y resucitado, el mismo Jesús que hace veintiún siglos se encarnó, cargó con su cruz en una amarga y dolorosa mañana de Viernes Santo, murió en la cruz y apareció glorioso, resucitado, al tercer día.

Jesús sí, la Iglesia también... y es que sin amor a la Iglesia, sin vivir la vida de la Iglesia, su doctrina católica, su moral, sus sacramentos, y su oración no hay amor a Jesús. ¡Y es que es uno y el mismo, el amor a Jesús y el amor a la Iglesia! ¡Y si no hay amor a la Iglesia entonces escaso y pobre, sentimental y difuso, es el amor a Jesús!

            Sólo en Jesús radica nuestra felicidad: 


“La felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho de saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazareth, oculto en la Eucaristía. Sólo Él da plenitud de vida a la humanidad... Estad plenamente convencidos. Cristo no quita nada de lo que hay de hermoso y grande en vosotros, sino que lleva todo a la perfección para la gloria de Dios, la felicidad de los hombres y la salvación del mundo... El encuentro con Jesucristo os permitirá gustar interiormente la alegría de su presencia viva y vivificante, para testimoniarla después en vuestro entorno”[1].




[1] BENEDICTO XVI, Discurso en la fiesta de acogida de los jóvenes, Colonia (Alemania), 18-agosto-2005.

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