La Palabra de Dios cobra una fuerza salvífica grande cuando es proclamada en la liturgia. Ya no es una lectura privada, meditativa (la lectio divina) sino que es Dios mismo hablando a su pueblo y Cristo anunciando el evangelio (cf. SC 33).
Esa Palabra, así proclamada en la acción litúrgica, en el lugar elevado y digno llamado ambón (no un atril sin relieve), con una mediación humana importantísima (un buen lector, no cualquiera para "intervenir") recibe la fuerza y la impronta del Espíritu Santo.
Es el Espíritu Santo el que mueve el corazón de los oyentes, de cada miembro del pueblo santo, para dar una respuesta de fe, un asentimiento racional, con plena disponibilidad al Señor: "en la respuesta de cada fiel a la acción interna del Espíritu Santo" (OLM 3).
Cuando se recibe la Palabra de Dios, celebrada y rodeada por un silencio meditativo, el Espíritu Santo desempeña una acción interna moviendo el corazón, si no le ponemos obstáculos (un lector torpe, distracciones de los oyentes, superficialidad, etc.).
"En la acción litúrgica, la Iglesia responde fielmente el mismo “Amén” que Cristo, mediador entre Dios y los hombres, pronunció de una vez para siempre al derramar su sangre, a fin de sellar, con la fuerza de Dios, la nueva alianza en el Espíritu Santo. Pues cuando Dios comunica su palabra, siempre espera una respuesta, que consiste en escuchar y adorar “en el Espíritu y en la verdad” (Jn 4, 23). El Espíritu Santo, en efecto, es quien hace que esa respuesta sea eficaz, para que se manifieste en la vida lo que se escucha en la acción litúrgica" (OLM 6).
Decir "Amén" a la Palabra de Dios, es decir, como la Virgen María, "fiat", "hágase en mí según tu Palabra", y esa disponibilidad, esa respuesta, proviene de la moción interna del Espíritu Santo en las almas.
Todo debe favorecer, en la liturgia, esta acción del Espíritu Santo y permitir que pueda resonar su voz íntimamente en los corazones:
"Para que la palabra de Dios realmente produzca en los corazones aquello que se escucha con los oídos, se requiere la acción del Espíritu Santo, por cuya inspiración y ayuda, la palabra de Dios se convierte en el fundamento de la acción litúrgica y en norma y ayuda de toda la vida.
Así pues, la actuación del Espíritu Santo no sólo precede, acompaña y sigue a toda la acción litúrgica, sino que también sugiere al corazón de cada uno todo aquello que, en la proclamación de la palabra de Dios, ha sido dicho para toda la comunidad de los fieles; y al mismo tiempo que consolida la unidad de todos, fomenta también la diversidad de carismas y la multiplicidad de actuaciones" (OLM 9).
No sólo durante las lecturas, sino también en la predicación de la Iglesia interviene el Espíritu Santo. Da la comprensión íntima a quien -habiendo orado y habiéndose preparado a conciencia- debe explicar en la homilía las riquezas de la Revelación, e inspira también a los oyentes para comprender mejor, conduciéndolos, poco a poco, a la Verdad completa.
"Hemos hecho esta introducción para estimular vuestros ánimos, ya que tenéis en las manos un pasaje de este tipo, difícil de comprender, y cuya lectura puede parecer inútil. Pero no podemos decir esto de las Escrituras del Espíritu Santo, que haya en ellas algo ocioso o inútil, aunque a algunos parezcan oscuras. Más bien debemos hacer esto, volver los ojos de nuestra mente al que mandó escribir estas cosas, y requerir de Él mismo la comprensión de ellas, de de modo que, si hay debilidad en nuestra alma, nos cure aquel 'que sana todas dolencias'; si somos de inteligencia infantil, nos asista el Señor que custodia a 'los niños', y nos alimenta y conduzca 'a la medida de la edad'" (Orígenes, Hom. in Num., XXVII, 1, 7).
El Espíritu Santo revela la Palabra, la descifra.
El Espíritu Santo nos hace comprender las Escrituras leídas en la Iglesia.
"Pienso que el conocer con claridad qué cosas se indican mediante estas narraciones y cuyo rostro se esconde bajo este velo, es propio del Espíritu Santo, que inspiró que estas cosas fueran escritas, y de nuestro Señor Jesucristo, que decía acerca de Moisés: 'Pues de mí escribió él', y del omnipotente Dios, cuyo antiguo designio no se da a conocer desnudo al género humano, sino velado en la letra.Nosotros oremos, pues, de corazón al Verbo de Dios, que es su 'Unigénito' y que 'revela al Padre a quienes quiere', que se digne revelarnos también a nosotros estas cosas, pues hay en ellas misterios de las promesas 'que Él ha hecho a los que le aman', para que sepamos también nosotros que nos han sido dadas por Dios. Pero también vosotros ayudadnos en las oraciones y prestad atención no tanto a nosotros, los que hablamos, cuanto al Señor, que ilumina a aquellos a los que encuentra dignos de su iluminación. Que en la contemplación de estas cosas se digne darnos también a nosotros 'la palabra al abrir nuestra boca'.Pero ¡adelante! ya: si habéis elevado los corazones al Señor y habéis pedido la ilustración de su palabra santa, procedamos a escrutar el sentido de esas cosas que parecen estar ocultas" (Orígenes, Hom. in Num., XXVI, 3, 5).
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