«¡Toda mi esperanza estriba solo en tu gran misericordia!»: así exclamaba san Agustín y con toda razón (Conf. X,29,40).
Esa inmensa confianza en Dios es clave de bóveda de la santidad. No se confía en uno mismo, ni en sus propias posibilidades y compromisos, ni en las cualidades y dones personales. Todo eso es frágil, y a la larga, se revela inconsistente. Todo lo que se construya sobre uno mismo se puede derrumbar al primer viento contrario (cf. Mt 7), pero lo que se edifica en una firme Roca, Dios, se mantiene alto, inhiesto, imperecedero.
La santidad es una gran confianza en Dios, una esperanza absoluta y firme en Él, de que quiere y es capaz y me dará en su momento cuanto necesite.
Los santos poseen la nota común de la confianza en Dios, inquebrantable.
"Si estamos al servicio de Dios, nada nos debe infundir temor; la confianza es nuestra verdadera fuerza, la certeza –hasta el peligro a veces- de que la asistencia del Señor, positiva, amorosa es menos visible al observador profano, pero en el alma del santo es elemento principal de su fortaleza y de su grandeza" (PABLO VI, Discurso en la beatificación de Dom Luis Guanella, 25-octubre-1964).
Esa confianza es un abandono activo en Dios: se sabe que lo que es de Dios sale adelante, triunfa, se logra, se alcanza y se realiza. Sólo hay que confiar, esperar, aguardar, amar.
La confianza en Dios de los santos los llevó a realizar obras grandes, heroicas, aunque algunas fueran invisibles a los ojos de los demás, por ejemplo, el sufrimiento personal vivido con amor y ofrecido. Pero es la confianza en Dios lo que los condujo permanentemente. Muchas podían ser las dificultades, algunas humanamente insalvables, muchas las circunstancias adversas, como muchas pudieron ser las traiciones que padecieron, las infidelidades de otros, pero ellos confiaron en Dios y avanzaron sin detenerse.
Era una confianza filial, una confianza que nacía del amor y de la experiencia de Dios en sus vidas. Él es Fiel.
Entonces, sumergidos en esa confianza en Dios como medio vital que los envolvía, trabajaron con el Señor y por el Señor y para Él. Sus obras eran de Dios, su apostolado era en nombre del Señor y el Señor no los iba a abandonar.
"Es la postura cristiana, la postura que trata de hacer de nosotros, como dice San Pablo, “colaboradores de Dios” (1Co 3,9). Colaborar con Dios debería ser el programa de nuestra vida. Y es el programa de los santos..." (Ibíd.).
Confiaban, no temían; confiaban, no iban acobardados, ni pusilánimes; por eso, se lanzaron a aquellas obras que el Señor les sugería como colaboradores suyos.
Y trabajaron sin descanso, cada uno en su parcela, en su vocación, en su ámbito y estado de vida, no por sí mismos, sino en el Señor, en quien confiaban, a quien habían entregado sus vidas.
"¡Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos!"
Pero esta confianza va más allá aún: no se limita a las obras apostólicas, a las tareas encargadas por el Señor, sino que alcanza a la santidad misma, la confianza de llegar a la santidad, al Amor: "Es la confianza y sólo la confianza la que deberá conducirnos al Amor... Lo que agrada a Dios, es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia" (Sta. Teresa de Lisieux, Cta. 197).
Como la santidad no depende sino de la Gracia, una gran confianza nos arropa, nos impulsa, nos sostiene. Nada impide la santidad, podemos confiar en Dios:
"Sigo teniendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no me apoyo en mis méritos -que no tengo ninguno-, sino en Aquel que es la Virtud y la Santidad misma. Sólo él, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta él, y cubriéndome con sus méritos infinitos, me hará santa" (Sta. Teresa de Lisieux, MsA 32r).
Una gran confianza en Dios hace maravillas, proezas, en nosotros.
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