Las consideraciones de san Bernardo nos llevan a mirar la humildad de Cristo y confrontarla con la nuestra. Nuestra humildad es distinta, no es voluntaria, sino que brota de nuestra misma naturaleza. La de Él, por el contrario, fue asumida libremente.
La humildad de Cristo es ejemplo, modelo y gracia para nosotros. Imitemos al buen Jesús.
Además, llegaremos a un punto fundamental, interesante, sugerente: la humildad verdadera no es sólo la del conocimiento, la que proviene de la verdad que se nos muestra y choca con nosotros, o la de las humillaciones... sino la humildad del amor.
¿De qué forma y cómo? Leamos.
"Las dos humildades
Excluyendo en efecto toda duplicidad, la humildad conlleva para san Bernardo una dualidad. Hay una humildad del conocimiento y una humildad del corazón. "Por la primera, conocemos que no somos nada, y ésta la aprendemos por nosotros mismos, y por nuestra propia debilidad; por la segunda, pisoteamos la gloria del mundo, y ésta la aprendemos de aquel que se vació a sí mismo, tomando la forma de esclavo". Sólo la humildad cordial, la humildad que toca el corazón y que lo toca hasta inflamarlo, es la humildad cristiana. Esta distinción de una humildad de conocimiento y de una humildad del afecto (cognitionis, affectionis) no significa la oposición de una razón sin afecto y de un afecto sin razón. Una y otra de estas dos humildades pueden denominarse en términos de afección o en términos de verdad: la humildad triste se opone a la humildad alegre, la humildad provocada por una verdad que, a pesar de nosotros y de mala gana, debemos reconocer, a la humildad que toma sobre esta verdad de buen grado y con buen corazón en un movimiento de amor.
Una es sacada por la verdad, la otra va por amor por delante de la verdad. Una sigue a la verdad porque no puede hacer otra cosa, y hace de la necesidad virtud, la otra precede y anticipa la verdad, que llegaría, si no tuviera acceso de otro modo, incluso a inventarla. La humildad doliente, paciente y resignada transforma las humillaciones que sufrimos a pesar nuestro en una ocasión de descubrir la verdad sobre nosotros mismos y reconocerla: nos arranca del amor a nosotros mismos, del amor ciego por el orgullo. En esto, tiene su precio y devuelve la inocencia. Pero esta inocencia no es aún la plenitud de la justicia, pero la mirada fría que lanzamos sobre nosotros mismos no tiene aún la lucidez más alta, la del amor.
La humildad alcanza su cima cuando deja de ser lo esencial, cuando ya no es más que la estela y la espuma de un impulso amoroso. "Hay una humildad que el amor produce e inflama; y hay una humildad que la verdad nos procura, y que no tiene calor". La renuncia de sí puede también realizar en el ámbito del examen de sí. Puede también, cambiando entonces de sentido y de naturaleza, ser la recaída, el contragolpe, el garante en nosotros del movimiento del amor que va del otro al otro haciéndonos cruzar, de la aventura de la caridad que viene de Dios y va a Dios, llevándonos y transformándonos al pasar.
El secreto del cristianismo, este secreto que la humildad escucha en voz baja al oído y que el amor enseguida irá a gritarlo sobre las azoteas (Mt 10, 27), este secreto confiado a la humildad atenta, pero a la que sólo el amor le sirve de portavoz, proclamándolo a todo el que venga, este secreto reside en estas sencillas palabras: no existe más humildad que la amorosa, porque sólo el amor es verdaderamente humilde. San Bernardo opone una "humildad necesaria" y una humildad voluntaria. Como la del conocimiento y la afección, esta dicotomía no entrega de golpe su verdad. Desde que la humillación ya no se sufre con cólera y revuelta, sino que se asume por nosotros y en nosotros, revelándonos nuestra verdad, hay desde luego un acto de voluntad.
La reapropiación de lo que la humillación exterior nos enseña nos es como arrancada, pero esto no es pura pasión. La verdad puede golpear vigorosa y violentamente en nuestra puerta, tendremos entonces que abrirle. Pero esta voluntad no es libertad plena porque no está inspirada por el amor. Paradójicamente, cuando la humildad viene únicamente de nosotros mismos es cuando es menos voluntaria, y cuando proviene por completo de un amor que no es nuestro, y nos expropia de nuestro amor propio y de nuestra voluntad propia, es cuando es más voluntaria. Porque solamente la gracia nos arranca de la esclavitud del pecado. La humildad libre es la que el amor perpetuamente improvisa, no la que desciframos laboriosamente, paso a paso, sobre la partitura de las pruebas y humillaciones.
Esta humildad de corazón, alegre y ardiente, permite superar la separación en apariencia infranqueable entre la humildad del hombre y la humildad de Dios, entre la que reconoce su bajeza y la que es el libre abajamiento del Altísimo. Nada podría acercarlas ni reunirlas, sino el contagio y la difusión de la humildad de Cristo, de la humildad de aquel que es Dios y hombre. Es el camino mismo que la verdad se abre a cada momento, y se abrase cada vez más del amor que la hizo nacer".
(CHRÉTIEN, J-L., L'humilité selon saint Bernard, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 118-120).
No hay comentarios:
Publicar un comentario