miércoles, 28 de junio de 2017

El peligro de la clericalización de los laicos - fundamentos de la participación (IV)


            La correcta doctrina sobre el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial disipa rápido los equívocos que en la práctica se han cometido, creando una confusión en los órdenes, ministerios, servicios y acciones. Cada cual tiene su misión concreta fruto del sacramento recibido, el Bautismo, y difiere del ámbito y de las acciones propias del sacerdocio ordenado.



            Los fieles seglares, bautizados y ungidos por el Espíritu Santo, poseen una propia y específica misión en cuanto seglares en el mundo y participan del apostolado de la Iglesia en su modo laical de vivir. Es la configuración sacramental con Cristo la que les confiere su propio apostolado:

            “Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza. Ya que insertos en el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Son consagrados como sacerdocio real y gente santa (Cf. 1 Pe., 2,4-10) para ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus obras, y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo. La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía” (AA 3).

            Cuando se descubre y valora la gracia propia de los sacramentos de la Iniciación cristiana, se llega a comprender hasta qué punto el “carácter” que imprimen significa una configuración con Cristo y, por tanto, una participación del bautizado en Cristo sacerdote, profeta y rey, viviéndolo en el mundo, en las realidades temporales. El carácter es la gracia impresa en el alma:

            “En el momento del bautismo fuimos marcados por un "carácter", por un "sello", que estableció de modo definitivo nuestra pertenencia a Cristo, dándonos una personal consagración, principio del desarrollo de la vida divina en nosotros. Tal consagración funda el sacerdocio común de todos los cristianos, es decir, el sacerdocio universal de los fieles que tiende a manifestarse en los diversos gestos de la liturgia, de la oración y de la acción” (Juan Pablo II, Ángelus, 7-enero-1990).

            El carácter, o sello del Espíritu Santo en el alma, nos inserta en Cristo y nos da la capacidad interior para vivir en Cristo y prolongar en nosotros la acción de Cristo para el mundo. Así, el sacerdocio bautismal halla su origen en el carácter sacramental, haciéndonos partícipes del Sacerdocio eterno de Jesucristo.

            “El carácter (en griego sfragís) es signo de pertenencia: el bautizado se convierte en propiedad de Cristo, propiedad de Dios, y en esta pertenencia se realiza su santidad fundamental y definitiva, por la que san Pablo llamaba «santos» a los cristianos (Rm 1, 7; 1 Co 1, 2; 2 Co 1, 1, etc.). Es la santidad del sacerdocio universal de los miembros de la Iglesia, en la que se cumple de modo nuevo la antigua promesa: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6). Se trata de una consagración definitiva, permanente, obrada por el bautismo y fijada con un carácter indeleble… Una de esas manifestaciones puede ser el celo por el culto divino. En efecto, según la hermosa tradición cristiana, citada y confirmada por el concilio Vaticano II, los fieles «están destinados por el carácter al culto de la religión cristiana», es decir, a tributar culto a Dios en la Iglesia de Cristo. Lo había sostenido, basándose en esa tradición, santo Tomás de Aquino, según el cual el carácter es «potencia espiritual» (Summa Theologiae, III, q. 63, a. 2), que da la capacidad de participar en el culto de la Iglesia como miembros suyos reconocidos y convocados a la asamblea, especialmente a la ofrenda eucarística y a toda la vida sacramental. Y esa capacidad es inalienable y no puede serles arrebatada, pues deriva de un carácter indeleble. Es motivo de gozo descubrir este aspecto del misterio de la «vida nueva» inaugurada por el bautismo, primera fuente sacramental del «sacerdocio universal», cuya tarea fundamental consiste en rendir culto a Dios” (Juan Pablo II, Audiencia general, 25-marzo-1992).


            El sacerdocio común se funda en el sacramento del bautismo. Todos los cristianos son sacerdotes en sentido verdadero y propio; recordemos la enseñanza de la Constitución Lumen gentium: "Los bautizados son consagrados, por la regeneración y la unción del Espíritu Santo, como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz" (LG 10).

            La dignidad del sacerdocio común implica también una responsabilidad, respondiendo a las distintas situaciones y circunstancias de la vida cotidiana, civil, con la dignidad y santidad de quienes pertenecen a Cristo y le ofrecen el mundo entero a modo de ofrenda santa. Su modo peculiar de ser sacerdotes en el mundo es realizar la consecratio mundi, la consagración del mundo a Dios, transformándolo con espíritu evangélico, “más conscientes de su dignidad como pueblo sacerdotal, llamados a consagrar el mundo a Dios a través de la vida de fe y de santidad”[1]. Este pueblo sacerdotal “ha sido elegido por Dios como puente con la humanidad y pertenece a todo creyente en cuanto injertado en este pueblo”[2].

            El carácter sacramental del Bautismo y la Confirmación hacen del cristiano un sacerdote con un modo específico de vivir ese sacerdocio común en el mundo; pero al mismo tiempo, lo preparan y capacitan para la celebración del culto cristiano de manera que puedan vivir los sacramentos, ofrecerse y ofrecer, pedir, alabar e interceder:

            “Es una «participación del sacerdocio de Cristo en los fieles, llamados al culto divino, que en el cristianismo es una derivación del sacerdocio de Cristo» (cf. Summa Theologiae, III, q. 63, a. 3). “En virtud del bautismo y la confirmación, como hemos dicho en las catequesis anteriores, el cristiano es capacitado para participar «quasi ex officio» en el culto divino, que tiene su centro y culmen en el sacrificio de Cristo, presente en la Eucaristía” (Juan Pablo II, Audiencia general, 8-abril-1992).


            Y siendo la liturgia una acción santa de toda la Iglesia, Cabeza y Cuerpo, el Cristo total, no todos pueden realizar la misma función. “Es acción de todos los fieles, porque todos participan en el sacerdocio de Cristo (cf. ib., nn. 1141 y 1273). Pero no todos tienen la misma función, porque no todos participan del mismo modo en el sacerdocio de Cristo”[3].

            Aquí se ha producido una inversión en algunos casos donde se han confundido los dos distintos modos esenciales de participación en el sacerdocio de Cristo, y se han delegado funciones concretas a seglares que no les corresponden, pensando que así “participan” más. O, sin llegar a desviaciones graves, sí subyace la mentalidad de que todos participan igual y en el mismo grado y hay que conceder mayor amplitud a las intervenciones de laicos en la liturgia, multiplicando moniciones, peticiones, etc., o situándolos en el mismo presbiterio (olvidando que el presbiterio es el lugar de los presbíteros y ministros para las acciones sagradas).

            Y es que fomentar el sacerdocio bautismal y ayudarlo a madurar en esa conciencia, jamás puede significar “clericalizar” a los laicos, delegando responsabilidades pastorales o litúrgicas que son inherentes a los ministros ordenados. Se les reducía el campo: en vez de la amplitud del mundo, de la vida cotidiana, matrimonial y familiar, de los espacios humanos de la sociedad, la educación, la cultura, la política, la economía, etc., se les encerraba en el espacio de la sacristía, del despacho parroquial y del altar, como si esa fuera la única manera de que el laicado realizase su propia vocación apostólica.

            Es un peligro patente: la clericalización de los laicos mientras, por la misma distorsión, se produce una secularización de los sacerdotes insertándolos en las realidades temporales que son propias de los seglares. Lo advertía Benedicto XVI:

            “Es en la diversidad esencial entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común donde se entiende la identidad específica de los fieles ordenados y laicos. Por esa razón es necesario evitar la secularización de los sacerdotes y la clericalización de los laicos” (Benedicto XVI, Discurso al segundo grupo de obispos de Brasil en visita ad limina, 17-septiembre-2009).

            En esta dirección, se han multiplicado las advertencias y exhortaciones del reciente magisterio pontificio para corregir esta confusión. Un breve elenco nos muestra la seriedad del problema:

             “Una eclesiología auténtica debe poner especial cuidado en evitar tanto la laicización del sacerdocio ministerial como la clericalización de la vocación laical (cf. Discurso a los laicos, 18 de septiembre de 1987, 5)” (Juan Pablo II, Disc. al 6º grupo de obispos estadounidenses de la región IV en visita ad limina, 2-julio-1993).

            “Del mismo modo corremos el riesgo de “clericalizar” el laicado o “laicizar” al clero, vaciando así tanto la condición clerical como la laical de su específico significado y de su complementariedad. Ambos son indispensables para la "perfección del amor", que es el objetivo común de todos los fieles. Debemos, por tanto, reconocer y respetar en estas condiciones de vida una diversidad que edifica el cuerpo de Cristo en la unidad” (Juan Pablo II, Disc. a los representantes del laicado católico, Catedral de Santa María, San Francisco (EE.UU), 17-septiembre-1987).

            “Los sacerdotes deberán estar atentos para no usurpar el papel de los laicos en el orden temporal mientras que los fieles laicos deberán evitar un cierto tipo de “clericalización” que ensombrece la particular dignidad del estado laical basado en el Bautismo y en la Confirmación” (Juan Pablo II, Disc. al 2º grupo de Obispos de Indonesia en visita ad limina, 13-septiembre-1996).

            “También ellos son, en cuanto cristianos, bautizados y confirmados, no sólo receptores de nuestra cura pastoral, sino que también son llamados a una corresponsabilidad y a una participación activa… No se puede tratar ni de una postura de competición con el clero ni de una clericalización de los laicos, sino ante todo se trata de la específica participación, adaptada a ellos, en el servicio temporal de la Iglesia para la guía de los Pastores llamados por Dios” (Juan Pablo II, Disc. a los obispos de Austria en visita ad limina, 19-junio-1987).
 
            “Una tendencia a oscurecer las bases teológicas de esta diferencia puede llevar a una clericalización incorrecta del laicado y a una laicización del clero… Sin embargo, la vocación laical debería centrarse principalmente en su compromiso en el mundo, mientras que el sacerdote ha sido ordenado para ser pastor, maestro y guía de oración y vida sacramental en el ámbito de la Iglesia” (Juan Pablo II, Disc. a los obispos de Nueva Zelanda en visita ad limina, 21-noviembre-1998).




[1] Benedicto XVI, Homilía en la Catedral de Westminster, 18-septiembre-2010.
[2] Juan Pablo II, Disc. a la Plenaria de la Cong. del Clero, 23-noviembre-2001.
[3] Juan Pablo II, Discurso al 4ª grupo de Obispos de Brasil, 21-septiembre-2002.

1 comentario:

  1. La otra tendencia es asumir que existe una "Iglesia pecadora" por parte del clero, que no quiere entender que la Iglesia, o es Santa o no Es. En ambos casos hay un despiste, no comprendemos qué es el Cuerpo de Cristo y quién es la Esposa. Un matrimonio que pretenden divorciar. No son pocos los clérigos que se ponen muy nerviosos cuando los laicos leen la Biblia y, con el Espíritu Santo dentro, la entienden...sobre todo a los que les gusta ser protagonistas hasta en la Misa, olvidan que el Pastor es el Obispo y que la Iglesia es de Cristo. Por eso le felicito por su magnífico blog, aquí bebemos todos y nos fortalecemos.

    ResponderEliminar