La
correcta doctrina sobre el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial
disipa rápido los equívocos que en la práctica se han cometido, creando una
confusión en los órdenes, ministerios, servicios y acciones. Cada cual tiene su
misión concreta fruto del sacramento recibido, el Bautismo, y difiere del
ámbito y de las acciones propias del sacerdocio ordenado.
Los
fieles seglares, bautizados y ungidos por el Espíritu Santo, poseen una propia
y específica misión en cuanto seglares en el mundo y participan del apostolado
de la Iglesia en su modo laical de vivir. Es la configuración sacramental con
Cristo la que les confiere su propio apostolado:
“Los
cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su
unión con Cristo Cabeza. Ya que insertos en el bautismo en el Cuerpo Místico de
Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo,
son destinados al apostolado por el mismo Señor. Son consagrados como
sacerdocio real y gente santa (Cf. 1 Pe., 2,4-10) para ofrecer hostias
espirituales por medio de todas sus obras, y para dar testimonio de Cristo en
todas las partes del mundo. La caridad, que es como el alma de todo apostolado,
se comunica y mantiene con los Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía” (AA
3).
Cuando
se descubre y valora la gracia propia de los sacramentos de la Iniciación
cristiana, se llega a comprender hasta qué punto el “carácter” que imprimen
significa una configuración con Cristo y, por tanto, una participación del
bautizado en Cristo sacerdote, profeta y rey, viviéndolo en el mundo, en las
realidades temporales. El carácter es la gracia impresa en el alma:
“En el momento del bautismo fuimos marcados
por un "carácter", por un "sello", que
estableció de modo definitivo nuestra pertenencia a Cristo, dándonos una
personal consagración, principio del desarrollo de la vida divina en nosotros.
Tal consagración funda el sacerdocio común de todos los cristianos, es decir,
el sacerdocio universal de los fieles que tiende a manifestarse en los diversos
gestos de la liturgia, de la oración y de la acción” (Juan Pablo II, Ángelus,
7-enero-1990).
“El carácter (en griego sfragís)
es signo de pertenencia: el bautizado se convierte en propiedad de Cristo,
propiedad de Dios, y en esta pertenencia se realiza su santidad fundamental y
definitiva, por la que san Pablo llamaba «santos» a los cristianos (Rm
1, 7; 1 Co 1, 2; 2 Co 1, 1, etc.). Es la santidad del sacerdocio
universal de los miembros de la Iglesia, en la que se cumple de modo nuevo la
antigua promesa: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex
19, 6). Se trata de una consagración definitiva, permanente, obrada por el
bautismo y fijada con un carácter indeleble… Una de esas manifestaciones puede
ser el celo por el culto divino. En efecto, según la hermosa tradición
cristiana, citada y confirmada por el concilio Vaticano II, los fieles «están
destinados por el carácter al culto de la religión cristiana», es decir, a
tributar culto a Dios en la Iglesia de Cristo. Lo había sostenido, basándose en
esa tradición, santo Tomás de Aquino, según el cual el carácter es «potencia
espiritual» (Summa Theologiae, III, q. 63, a. 2), que da la capacidad de
participar en el culto de la Iglesia como miembros suyos reconocidos y
convocados a la asamblea, especialmente a la ofrenda eucarística y a toda la
vida sacramental. Y esa capacidad es inalienable y no puede serles arrebatada,
pues deriva de un carácter indeleble. Es motivo de gozo descubrir este aspecto
del misterio de la «vida nueva» inaugurada por el bautismo, primera fuente
sacramental del «sacerdocio universal», cuya tarea fundamental consiste en rendir
culto a Dios” (Juan Pablo II, Audiencia general, 25-marzo-1992).
El
sacerdocio común se funda en el sacramento del bautismo. Todos los cristianos
son sacerdotes en sentido verdadero y propio; recordemos la enseñanza de la
Constitución Lumen gentium: "Los bautizados son consagrados, por la
regeneración y la unción del Espíritu Santo, como casa espiritual y sacerdocio
santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan
sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las
tinieblas a su admirable luz" (LG 10).
La
dignidad del sacerdocio común implica también una responsabilidad, respondiendo
a las distintas situaciones y circunstancias de la vida cotidiana, civil, con
la dignidad y santidad de quienes pertenecen a Cristo y le ofrecen el mundo
entero a modo de ofrenda santa. Su modo peculiar de ser sacerdotes en el mundo
es realizar la consecratio mundi, la consagración del mundo a Dios,
transformándolo con espíritu evangélico, “más conscientes de su dignidad como pueblo sacerdotal, llamados a
consagrar el mundo a Dios a través de la vida de fe y de santidad”[1].
Este pueblo sacerdotal “ha sido elegido por Dios como puente con la humanidad y
pertenece a todo creyente en cuanto injertado en este pueblo”[2].
El
carácter sacramental del Bautismo y la Confirmación hacen del cristiano un
sacerdote con un modo específico de vivir ese sacerdocio común en el mundo;
pero al mismo tiempo, lo preparan y capacitan para la celebración del culto
cristiano de manera que puedan vivir los sacramentos, ofrecerse y ofrecer,
pedir, alabar e interceder:
“Es una «participación del
sacerdocio de Cristo en los fieles, llamados al culto divino, que en el
cristianismo es una derivación del sacerdocio de Cristo» (cf. Summa
Theologiae, III, q. 63, a. 3). “En virtud del bautismo y la confirmación,
como hemos dicho en las catequesis anteriores, el cristiano es capacitado para
participar «quasi ex officio» en el culto divino, que tiene su centro y culmen
en el sacrificio de Cristo, presente en la Eucaristía” (Juan Pablo II,
Audiencia general, 8-abril-1992).
Y
siendo la liturgia una acción santa de toda la Iglesia, Cabeza y Cuerpo, el
Cristo total, no todos pueden realizar la misma función. “Es acción
de todos los fieles, porque todos participan en el sacerdocio de Cristo (cf. ib.,
nn. 1141 y 1273). Pero no todos tienen la misma función, porque no todos
participan del mismo modo en el sacerdocio de Cristo”[3].
Aquí
se ha producido una inversión en algunos casos donde se han confundido los dos
distintos modos esenciales de participación en el sacerdocio de Cristo, y se
han delegado funciones concretas a seglares que no les corresponden, pensando
que así “participan” más. O, sin llegar a desviaciones graves, sí subyace la
mentalidad de que todos participan igual y en el mismo grado y hay que conceder
mayor amplitud a las intervenciones de laicos en la liturgia, multiplicando
moniciones, peticiones, etc., o situándolos en el mismo presbiterio (olvidando
que el presbiterio es el lugar de los presbíteros y ministros para las acciones
sagradas).
Y
es que fomentar el sacerdocio bautismal y ayudarlo a madurar en esa conciencia,
jamás puede significar “clericalizar” a los laicos, delegando responsabilidades
pastorales o litúrgicas que son inherentes a los ministros ordenados. Se les
reducía el campo: en vez de la amplitud del mundo, de la vida cotidiana,
matrimonial y familiar, de los espacios humanos de la sociedad, la educación,
la cultura, la política, la economía, etc., se les encerraba en el espacio de
la sacristía, del despacho parroquial y del altar, como si esa fuera la única
manera de que el laicado realizase su propia vocación apostólica.
Es
un peligro patente: la clericalización de los laicos mientras, por la misma
distorsión, se produce una secularización de los sacerdotes insertándolos en
las realidades temporales que son propias de los seglares. Lo advertía
Benedicto XVI:
“Es en la diversidad esencial entre
sacerdocio ministerial y sacerdocio común donde se entiende la identidad
específica de los fieles ordenados y laicos. Por esa razón es necesario evitar la secularización de los sacerdotes
y la clericalización de los laicos” (Benedicto XVI, Discurso al segundo
grupo de obispos de Brasil en visita ad limina, 17-septiembre-2009).
En
esta dirección, se han multiplicado las advertencias y exhortaciones del
reciente magisterio pontificio para corregir esta confusión. Un breve elenco
nos muestra la seriedad del problema:
“Una eclesiología auténtica debe
poner especial cuidado en evitar tanto la laicización del sacerdocio
ministerial como la clericalización de la vocación laical (cf. Discurso
a los laicos, 18 de septiembre de 1987, 5)” (Juan Pablo II, Disc. al 6º
grupo de obispos estadounidenses de la región IV en visita ad limina, 2-julio-1993).
“Del mismo modo corremos el riesgo de “clericalizar” el laicado o
“laicizar” al clero, vaciando así tanto la condición clerical como la
laical de su específico significado y de su complementariedad. Ambos
son indispensables para la "perfección
del amor", que es el objetivo común de todos los fieles. Debemos, por tanto, reconocer y respetar en estas
condiciones de vida una diversidad que edifica el cuerpo de Cristo en la
unidad” (Juan Pablo II, Disc. a los representantes del laicado católico,
Catedral de Santa María, San Francisco (EE.UU), 17-septiembre-1987).
“Los sacerdotes deberán estar
atentos para no usurpar el papel de los laicos en el orden temporal mientras
que los fieles laicos deberán evitar un cierto tipo de “clericalización” que ensombrece la particular dignidad del estado
laical basado en el Bautismo y en la Confirmación” (Juan Pablo II, Disc. al 2º
grupo de Obispos de Indonesia en visita ad limina, 13-septiembre-1996).
“También ellos son, en cuanto
cristianos, bautizados y confirmados, no sólo receptores de nuestra cura
pastoral, sino que también son llamados a una corresponsabilidad y a una
participación activa… No se puede tratar ni de una postura de competición con
el clero ni de una clericalización de
los laicos, sino ante todo se trata de la específica participación,
adaptada a ellos, en el servicio temporal de la Iglesia para la guía de los
Pastores llamados por Dios” (Juan Pablo II, Disc. a los obispos de Austria en
visita ad limina, 19-junio-1987).
“Una tendencia a oscurecer las bases
teológicas de esta diferencia puede llevar a una clericalización incorrecta del
laicado y a una laicización del clero… Sin embargo, la vocación laical debería
centrarse principalmente en su compromiso en el mundo, mientras que el
sacerdote ha sido ordenado para ser pastor, maestro y guía de oración y vida
sacramental en el ámbito de la Iglesia” (Juan Pablo II, Disc. a los obispos de
Nueva Zelanda en visita ad limina, 21-noviembre-1998).
La otra tendencia es asumir que existe una "Iglesia pecadora" por parte del clero, que no quiere entender que la Iglesia, o es Santa o no Es. En ambos casos hay un despiste, no comprendemos qué es el Cuerpo de Cristo y quién es la Esposa. Un matrimonio que pretenden divorciar. No son pocos los clérigos que se ponen muy nerviosos cuando los laicos leen la Biblia y, con el Espíritu Santo dentro, la entienden...sobre todo a los que les gusta ser protagonistas hasta en la Misa, olvidan que el Pastor es el Obispo y que la Iglesia es de Cristo. Por eso le felicito por su magnífico blog, aquí bebemos todos y nos fortalecemos.
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