Una
enseñanza completa y clara es la que nos ofrece san Pedro Crisólogo, mostrando
la naturaleza, la dignidad y la función del sacerdocio bautismal; es la voz de
la Tradición más genuina desplegando las riquezas de este sacerdocio común y
orientando, con palabras de fe, para vivirlo y desarrollarlo:
“Pero escuchemos ya lo que nos dice
el Apóstol: Os exhorto –dice– a presentar vuestros cuerpos. Al rogar
así el Apóstol eleva a todos los hombres a la dignidad del sacerdocio: a presentar vuestros cuerpos como hostia
viva.
¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio
cristiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no
tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo
y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote
permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que
presenta el sacrificio no podría matar esta víctima.
Misterioso sacrificio en que el
cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin
derramamiento de sangre. Os exhorto, por
la misericordia de Dios –dice–, a
presentar vuestros cuerpos como hostia viva.
Este sacrificio, hermanos, es como
una imagen del de Cristo que, permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida
del mundo: él hizo efectivamente de su cuerpo una hostia viva, porque a pesar
de haber sido muerto, continúa viviendo. En un sacrificio como éste, la muerte
tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva; la muerte resultó castigada, la
víctima, en cambio, no perdió la vida. Así también, para los mártires, la
muerte fue un nacimiento: su fin, un principio, al ajusticiarlos encontraron la
vida y, cuando, en la tierra, los hombres pensaban que habían muerto, empezaron
a brillar resplandecientes en el cielo.
Hombre, procura, pues, ser tú mismo
el sacrificio y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te
ha dado y concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad
sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu
frente, que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tú
oración arda continuamente, como perfume de incienso: toma en tus manos la
espada del Espíritu: haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta
tu cuerpo al Señor como sacrificio.
Dios te pide la fe, no desea tu
muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu sangre; se aplaca, no con tu muerte,
sino con tu buena voluntad” (Serm. 108).
El
sacerdocio real, bautismal, se ejerce en el mundo, consagrando la materia
profana –el trabajo, el arte, la economía, la cultura… ¡todo!- a Dios; no es un
privilegio para vivirlo de puertas adentro del templo, sino para santificarse
en el mundo transformándolo y ofreciendo allí los continuos sacrificios espirituales.
Es
el mundo el lugar donde ser sacerdotes, vivir santamente, ofrecer, orar e
interceder. Esta es la enseñanza constante de la Iglesia: “los fieles que, en
cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y
hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de
Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo
cristiano en la parte que a ellos corresponde” (LG 31); “A los laicos
corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios
gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el
siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y
en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su
existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que,
desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico,
contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento”
(LG 31); “también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan
santamente, consagran el mundo mismo a Dios” (LG 34); “los laicos, incluso
cuando están ocupados en los cuidados temporales, pueden y deben desplegar una
actividad muy valiosa en orden a la evangelización del mundo” (LG 35).
Ya
que la Iglesia recibe una misión propia, “que,
por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios
Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su
medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo” (AA 2), en el mundo, en
el orden civil y temporal, realiza su misión por medio del laicado en virtud
del sacerdocio bautismal.
“Los laicos hechos partícipes del ministerio
sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de
todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo” (AA 2), “siendo propio del
estado de los laicos el vivir en medio del mundo y de los negocios temporales,
ellos son llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano,
ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento” (AA 3); lo realizan
porque son consagrados por Dios como sacerdotes, profetas y reyes en el mundo,
y se nutren de la vida litúrgica y sacramental: “son destinados al apostolado
por el mismo Señor. Son consagrados como sacerdocio real y gente santa (Cf. 1
Pe., 2,4-10) para ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus
obras, y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo. La
caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los
Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía” (AA 3).
La diferencia esencial entre el sacerdocio común y ministerial no se encuentra en el sacerdocio único e indivisible de Cristo, ni en la santidad a la que todos los fieles son llamados, sino en el modo de participación en el sacerdocio de Jesucristo.
ResponderEliminar“Mientras que el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos”.
El sacerdocio ministerial confiere un poder sagrado, la sacra potestas, que “forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo” Es un poder sagrado para actuar in persona Christi capitis.
Apacienta a tu pueblo, Señor (de las Preces de Laudes)