martes, 20 de junio de 2017

Amando como Cristo nos amó (I)



   
         En la escuela del Corazón de Cristo, aprendemos a amar. ¿Quién va a entender estas catequesis; quién querrá hacerlas suyas? Me remito a San Agustín que decía al predicar sobre el amor cristiano:

“Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo... Dame un corazón que desee y tenga hambre; dame un corazón que se mire como desterrado, y que tenga sed, y que suspire por la fuente de la patria eterna; dame un corazón así, y éste se dará cuenta perfecta de lo que estoy diciendo; mas si hablo con un corazón helado [gélido, frío], este tal no comprenderá mi lenguaje” (In Io. Ev. 26,4).   

Escucha, aplica los sentidos de tu alma y vayamos juntos a la escuela del Corazón de Cristo, pues discípulos suyos somos, oyentes de sus enseñanzas, imitando el modelo que vemos en Él.

Para amar, descubrir la belleza del corazón del otro
           
-          El amor verdadero se fija en la persona misma y no en lo exterior. El amor genuino mira con los ojos del corazón y sabe descubrir la belleza interior de la persona que otros, a lo mejor, no ven ni saben barruntar. Y porque ama y ve lo bueno y verdadero del otro, lo valora y lo va sacando a la luz. El Señor “no se fija en las apariencias, sino que mira el corazón” (1S 16,7). El cristiano, amando y por amor, valorará “todo lo que es justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito” (Flp 4,8).

-          Cada persona, por su imagen y semejanza de Dios, tiene una infinita capacidad de amar, pero acomodada al ser y temperamento personal, porque cada persona es única. La paciencia, también en esto, significa respetar, reconocer y aceptar estas dificultades, hacer un rodaje juntos donde su pulen las aristas, aprendiendo de “la paciencia de Dios que es nuestra salvación” (2P 3,15); así el amor “espera sin límites, disculpa sin límites” (1Co 13,7) y aprende a “sobrellevarse unos a otros por amor” (cf. Col 3,13).


-          No se puede exigir que el otro ame de una manera concreta, o con una intensidad concreta, o con un ritmo o con detalles que a uno le gustaría. Se puede hablar, dialogar, para conocerse y aceptarse. Pero cada persona es una y única, y cada uno da, siente, ama y responde al amor de una manera única. ¡Es lo hermoso del corazón humano, tan variado, tan bello, tan insondable!

-          El amor nunca exige, siempre da. Una sola pena tiene el amor: no poder darse más, no poder entregarse más... La señal inconfundible del amor no es nunca la pasión, ni el arrebato, ni el atractivo inicial que una persona descubre en otra y fascina hasta que se descubren los fallos e imperfecciones del otro y se pierde el encanto inicial (¡cuántas decepciones, en general, a medida en que se conoce a la otra persona!); el santo y seña del amor verdadero es la dedicación a base de los pequeños pormenores diarios. El amor verdadero cuida mucho los pequeños detalles, las pequeñas atenciones. Tiene una norma verdadera, que le sirve de referencia, la llamada ley de oro: “Tratad a los demás como queráis que ellos os traten” (Mt 7,12). Clara es la expresión del libro de los Proverbios: “Regalo a escondidas, aplaca a la cólera, y obsequio oculto, la ira violenta” (Prov 21,14).

-          El egoísta rehuye el compartir y fácilmente se desentiende del otro en la cruz, desaparece y se escapa ante los problemas del otro, porque no quiere sufrir ni hacer suyas las preocupaciones o carencias del otro. Ahí está la parábola del Buen Samaritano (Lc 10), exponente de la antítesis del egoísmo frente al amor. El egoísta difícilmente tiene detalles cotidianos y perseverantes con el otro... pero ¡ay si no los tienen con él! El egoísta es una esponja que absorbe, pero no un manantial que surte a los demás. Tiende a evadirse, a “vivir su vida, vivir la vida”. Siempre será un eterno adolescente, inestable... ¡hasta que aprenda a amar!


Para amar, aceptar al otro

            El amor porque es delicado y paciente, más que cambiar al otro, le ayuda a transformarse, desarrollarse y curarse. Y el punto de partida es aceptar al otro incondicionalmente, amarlo tal cual es, con exquisita paciencia y entrega. Esto va a significar:

*         Aceptarlo no como me gustaría que fuese, sino tal y como es; que no eligió su temperamento, ni su personalidad.

*         Que las reacciones que el otro tenga y a mí me desagraden, a él le pueden estar haciendo sufrir por ser así: ¡cuánta comprensión requiere esto! Así, si lo examinamos, hace Jesús con sus Doce, tan distintos de carácter, y siempre aceptándolos y haciéndolos crecer.

*         Confiar en que si está luchando por cambiar, el primero que tiene prisa por lograrlo y combate es el otro. Amar supondrá a ayudar en ese esfuerzo, acompañarlo, reforzar su crecimiento.

*         Aceptar será comprender al otro, ponerse en su piel, empatía profunda (hacer lo suyo mío)... La empatía: “Con los que ríen, reíd; con los que lloran, llorad; tened igualdad de sentimientos” (Rm 12,15-16).

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