El segundo término de la doxología eucarística está lleno de resonancias paulinas: "con Cristo". Sin él, nada somos y ni podemos. Permanecemos con Él, en su amor.
La vida cristiana se define por un estar "con Cristo", bautizados "con Cristo" y resucitados "con Cristo". Es la Compañía definitiva y última y la vida transcurre con Él.
"Con él".
"En segundo lugar, "con él". Esta creación que él ha creado a su imagen, él mismo imagen del Padre, esta creación se ha separado de él por el pecado. Se encuentra como desgajada de las energías creadoras y ha caído en el dominio de la muerte. Y en efecto la creación, y en particular el hombre, no es viviente sino en la medida en que está injertada en la fuente de toda vida. "En él es la vida y la vida es luz de los hombres" (Jn 1,4).
Pero en la medida en que la creación se separa de la luz de la vida, se convierte en muerte. Esta vida muerta, si se puede hablar así, esta existencia muerta, desgajada de las fuentes de la vida, constituye la esfera del pecado bajo todas sus formas: esa especie de inercia, esa torpeza, esa insensibilidad para las cosas divinas, todo lo que en nosotros constituye el peso del pecado e, incluso en la medida en que el pecado mismo es destruido, todo lo que resta todavía separándonos de la fuente de la vida.
Por ello esa criatura que es suya y que de ese modo se halla separada de él, viene el Verbo nuevamente a buscarla, como el pastor celestial que abandona las noventa y nueve ovejas para buscar la oveja perdida. Esta misión es la encarnación. Pero es también muy importante, cuando contemplamos este misterio, subrayar que es volver a tomar por parte del Verbo lo que había hecho ya en el origen. Ese mismo Adán que él había creado, que vivía de su vida, lo viene a buscar en María para devolverle esa vida original, y, habiéndolo reasumido, arrastrarlo nuevamente en el movimiento eterno que lo conduzca hasta el Padre.
El misterio de la ascensión, que es donde finalizan los misterios de Cristo, consiste en esto precisamente. Esta humanidad que él ha reasumido, el Verbo la encamina de nuevo hacia el Padre "con él", es decir, con él se realiza ese plan. Pero esa humanidad que él viene a reasumir, es la humanidad que había sido herida por el pecado. Por esto, con su sangre realizará el Verbo de Dios esa restauración de la humanidad en el designio de Dios. Con él es nuevamente consagrada esa humanidad y es ahí donde encontramos el misterio del sacerdocio.
Esa humanidad que es santa en el origen, que pertenece al Verbo de Dios, esa humanidad que era de algún modo profana, el Verbo la vuelve de nuevo accesible a la santidad por mediación de la humanidad que él se ha incorporado. No olvidemos, como han observado particularmente los grandes espirituales de la escuela francesa, que ya en la encarnación misma la humanidad está totalmente santificada por el hecho de ser asumida por el Verbo. Esto se empalma con lo que decíamos sobre ese estado de consagración perfecta de la humanidad de Cristo. Así pues con él la humanidad está de nuevo enteramente santificada, por completo, dirigida hacia el Padre, enteramente consagrada a ese oficio de adoración. Por ello el Verbo encarnado es el gran sacerdote de la creación, aquel por quien la creación es nuevamente consagrada, referida al Padre y por quien toda gloria, omnis honor et gloria, se le da al Padre.
Podemos aducir aquí la epístola a los hebreos sobre el sacerdocio de Cristo. A causa de la insuficiencia de los sacrificios de la antigua ley, Cristo dice: "No has querido ni sacrificios ni oblación; en cambio me has formado un cuerpo; entonces dije: héme aquí, vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad" (10,9). He ahí el sacrificio perfecto; no los sacrificios exteriores de la ley, sino "hacer, oh Dios, tu voluntad". En virtud de ese sacrificio somos nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, una vez por todas. En cierto sentido, coincidiendo de nuevo con el Verbo creador, nos hacemos nuevamente vivientes, volvemos a encontrar las fuentes de nuestra existencia. Esto adquiere todo su significado, cuando se ve cómo los hombres tienen el sentimiento de que el terreno sobre el cual caminan es inestable e incierto, y experimentan un cambio en el sentido mismo de la existencia.
De la misma manera que habíamos hallado en el Verbo encarnado lo que da consistencia a nuestra existencia, así también en el Verbo redentor, marcados por el pecado somos de nuevo totalmente renovados, volvemos a ser seres consagrados, se restaura nuevamente en nosotros la imagen, volvemos a ser la imagen del Verbo, la imagen misma del Padre. Así como él cumple la voluntad del Padre, así también nosotros no amamos sino su voluntad, y de nuevo le ratificamos nuestra pertenencia. Y, finalmente, con él podemos de nuevo volver al Padre "todo honor y toda gloria", es decir, convertirnos en sacerdotes del sacerdote único, realizar también nosotros la acción sacerdotal que es la acción por la que referimos todas las cosas a Dios dándole gloria y glorificándole con nuestro mismo ser"
(DANIELOU, J., La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969, pp. 92-96).
Una catequésis preciosa: Por Cristo, con Él y en Él porque si no lo hacemos así, nada podemos hacer.
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