Antes de la lectura del Evangelio, el sacerdote profundamente inclinado ante el altar, recita en silencio una oración para disponerse a la lectura del Evangelio.
“En primer lugar, está una breve oración preparatoria antes de la proclamación del Evangelio. Debería ser rezada por el sacerdote en actitud de auténtico silencio y recogimiento, con la conciencia de la responsabilidad que supone proclamar correctamente el Evangelio; sabiendo que, para ello, tenemos necesidad de purificar los labios y el corazón. Si el sacerdote cumple con esto, la comunidad podrá también ser introducida en la dignidad y la grandeza del Evangelio, y reconocerá la maravilla que supone el hecho de que la Palabra de Dios esté en medio de nosotros; se creará así un clima de reverencia y de escucha. Es imprescindible, una vez más, la formación litúrgica para reconocer el sentido del acto y para que en este momento todos se pongan en pie no sólo corporalmente, sino también elevándose interiormente para abrir los oídos del corazón al Evangelio”[1].
También
el silencio puede ser una forma de orar y responder en la oración de los
fieles. El diácono o lector pronuncia la intención por la cual orar, y se deja
un momento de silencio a cada petición, para que todos eleven súplicas en su corazón:
“La asamblea reunida, de pie, participa en la oración, diciendo o cantando la misma invocación después de cada petición, o bien orando en silencio” (OLM 31).
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