martes, 26 de septiembre de 2023

Silencio en el ofertorio (Silencio - XXVIII)



Si no hay canto, está la posibilidad, muy aconsejable, de que el sacerdote recite en silencio la oración sobre la patena y el cáliz al depositarlas en el altar, sin que sea ni mucho menos obligatorio decir en voz alta "Bendito seas, Señor, Dios del universo..." Es un momento de reposo interior para todos, de silencio que se podría calificar de "oferente".



"141. El sacerdote, en el altar, recibe o toma la patena con el pan, y con ambas manos la tiene un poco elevada sobre el altar, diciendo en secreto: Bendito seas, Señor, Dios. Luego coloca la patena con el pan sobre el corporal.

142. En seguida, el sacerdote de pie a un lado del altar, ayudado por el ministro que le presenta las vinajeras, vierte en el cáliz vino y un poco de agua, diciendo en secreto: Por el misterio de esta agua. Vuelto al medio del altar, toma el cáliz con ambas manos, lo tiene un poco elevado, diciendo en secreto: Bendito seas, Señor, Dios; y después coloca el cáliz sobre el corporal y, según las circunstancias, lo cubre con la palia.

Pero cuando no hay canto al ofertorio ni se toca el órgano, en la presentación del pan y del vino, está permitido al sacerdote decir en voz alta las fórmulas de bendición a las que el pueblo aclama: Bendito seas por siempre, Señor."


Por su parte, el Ordo Missae n. 21, explica:

"El sacerdote se acerca al altar, toma la patena con el pan y, manteniéndola un poco elevada sobre el altar, dice en secreto:

Bendito seas, Señor, Dios del universo,
por este pan...

Después deja la patena con el pan sobre el corporal.

Si no se canta durante la presentación de las ofrendas, el sacerdote puede decir en voz alta estas palabras; al final el pueblo puede aclamar:

Bendito seas por siempre, Señor".

            Lo normal será que el sacerdote diga "en secreto" las fórmulas correspondientes al pan y luego la del vino. Y en todo caso, como una concesión, cuando no hay canto "está permitido" decir las fórmulas en voz alta.

            Mientras tanto, ¿qué hacer? Es un silencio oferente: los fieles todos se ofrecen junto con Cristo. Es la doctrina de la Iglesia misma:

            "En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas alas generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda" (CAT 1368).

            En virtud del sacerdocio bautismal, participamos del Sacrificio de Cristo ofreciéndonos con Él; somos co-oferentes, entregando todo lo nuestro para unirlo a su Sacrificio, de manera que así alcanza valor redentor y santificador. "Todas las tribulaciones y pesadumbres de la vida, todos los sufrimientos, todos los esfuerzos, penalidades y trabajos pueden convertirse en un instrumento de asimilación a la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo por nosotros, con sólo que demos cabida en nosotros al sentir íntimo de Cristo y dejemos que nos marque, con sólo que nos entreguemos por entero al Padre en amor y gratitud"[1].

Muy bien podría ser el momento, como se solía decir, de poner en la patena, de llevar al altar, lo nuestro: tal trabajo, aquella hora de servicio a alguien, una mortificación, una alegría, una preocupación, el esfuerzo por adquirir una virtud... es decir, ofrecer lo nuestro y preguntarse siempre: "¿Qué puedo ofrecer al Señor para que se una a su ofrenda?"

            Ese silencio en la preparación de los dones eucarísticos permitirá que cada uno pueda poner en la patena sus propias ofrendas, sus propios sacrificios espirituales.

            También Ratzinger elabora su personal mistagogia sobre este momento: “Por último, también el momento del ofertorio se presenta como tiempo de silencio en algunos lugares. Esto es muy sensato y muy fructífero si el ofertorio se comprende no sólo como un acto externo, sino como un proceso esencialmente interior, si se considera que la verdadera ofrenda en el “sacrificio de la palabra” somos nosotros mismos, o deberíamos serlo a través de nuestra inserción en ese acto… por el que Cristo se ofrece a sí mismo al Padre. Así, este silencio no es una simple espera hasta que se lleve a cabo un acto exterior, sino un proceso exterior que corresponde a otro interior, con nuestra propia preparación; nos ponemos así en camino, nos presentamos ante el Señor; le pedimos que nos prepare para la transformación. Estar juntos en silencio es entonces oración comunitaria, acción en común; es ponerse en camino desde nuestra vida cotidiana al encuentro del Señor, para hacernos contemporáneos con Él”[2].



[1] MÜLLER, G. L, La celebración eucarística. Un camino con Cristo, Barcelona 1991, p. 186s.
[2] RATZINGER, El espíritu de la liturgia, 121.

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