Si en la oración personal fue habitual la repetición del Nombre de Jesús en los labios y los corazones de los creyentes, y fue el método que introducía a una vida interior de constante contacto con el Señor, la misma liturgia, especialmente en sus himnos para el Oficio divino, no se olvidó de invocarlo.
Jesús es nuestra delicia y nuestro bien. La Liturgia de las Horas, en sus himnos, nos muestra auténticas plegarias, tiernas, devotas, llenas de unción espiritual, para invocar a Jesús. Empapados de su espíritu, podremos invocar al Señor con un amor real y cercano.
Especialmente influidos por la devoción de la época, la misma liturgia, en sus himnos litúrgicos
medievales, elaborará preciosas composiciones en alabanza de “Jesús”:
y alegría del alma,
presencia que deleita
más que todos los goces.
No hay música más bella,
ni son más armonioso,
ni más sublime idea
que el Nombre de Dios Hijo.
Acoges al contrito,
oyes al que te invoca
vas hacia el que te busca:
¿qué será el que te alcanza?
Ni la pluma lo dice,
ni la lengua lo expresa:
tan sólo quien te ama
puede saborearlo.
Jesús, sé nuestro gozo
que has de ser nuestro
Premio:
en Ti está nuestra gloria
por siglos sempiternos.
Amén.
Jesús, Hermano nuestro,
alegría del alma,
presencia que conforta
y a Vida eterna llama.
Eres nuestro Modelo,
eres nuestra esperanza,
por Ti ya somos “hijos”
y Dios no nos rechaza.
Pagaste con tu Sangre
el precio del rescate,
abriendo así el camino
para llegar al Padre.
Si buscas al perdido,
al que quiere alcanzarte,
siguiendo fiel tus pasos,
¿cómo no has de ayudarle?
Jesús, sé nuestro gozo
que has de ser nuestro
Premio:
en Ti está nuestra gloria,
con un Amor eterno. Amén.
O
un himno de más reciente composición en la liturgia dulcifica el alma al cantarlo;
es el himno latino de las Laudes del Sagrado Corazón:
Tu ley es la clemencia,
Jesús, nuestra esperanza:
de gracia y gozo, Fuente,
felicidad del alma.
Acoge al penitente,
atiende al que te llama:
si vas al que te busca,
¿qué harás al que te
alcanza?
Manjar divino y grato,
tu Amor es para el alma,
que colma, sin hastío,
y el hambre nunca se sacia.
Jesús amabilísimo,
Imán de nuestro espíritu,
por ti suspira y clama
en sus anhelos íntimos.
Quédate con nosotros,
al alba y al crepúsculo:
transforme tu dulzura
y caridad al mundo.
Benignidad suprema,
y Gozo inefable,
Bondad incomprensible,
Amor que nos atrae.
Jesús, Rey de las almas,
por siempre te alabemos
tu inmenso Amor cantando
en tu divino Reino. Amén.
También la piedad individual logró cantar con ese mismo amor a Jesús.
La invocación del nombre de Jesús eleva el alma;
santa Teresa, por ejemplo, se embelesaba con el estribillo cantado por una
monja “Véante mis ojos”, al que ella compuso dos estrofas:
Véante mis ojos,
dulce Jesús bueno;
véante mis ojos,
muérame yo luego.
Vea quién quisiere
rosas y jazmines,
que si yo te viere,
veré mil jardines,
flor de serafines;
Jesús Nazareno,
véante mis ojos,
muérame yo luego.
No quiero contento,
mi Jesús ausente,
que todo es tormento
a quien esto siente;
sólo me sustente
su amor y deseo;
Véante mis ojos,
dulce Jesús bueno;
véante mis ojos,
muérame yo luego.
No hay comentarios:
Publicar un comentario