La tarea de aprender a amar es, en definitiva, la de alcanzar una madurez sólida en lo humano, en lo afectivo y en lo espiritual, todo unido.
Requiere tiempo y requiere ejercicio constante, a la vez que mirarse en el mejor de los espejos: Jesucristo. Ahí nos vemos reflejados tal cuales somos y vemos dónde hemos de depurar más, o trabajarnos por gracia, o extirpar algo, o reconducirlo por mejores cauces.
Lo que no podemos permitirnos es permanecer en estado de inmadurez, como perpetuos adolescentes, que sin estabilidad alguna, se consideran al final el centro del mundo y todos deben girar en torno a ellos; incapaces de amar si ven perder algo de su espacio de "libertad", o si ven que amar conlleva la responsabilidad de la entrega o de la respuesta. ¡Ay, si Dios nos amara así!, entonces no sería Dios, sino un tirano caprichoso.
Pero el amor de Dios es puro; en lenguaje humano, diríamos que es "maduro", y de esa madurez divina y sobrenatural hemos de aprender.
Avancemos.
5. Para amar,
descubrir la belleza del corazón del otro
Lo
más maravilloso que existe es el Amor, porque Dios mismo es Amor, es Amistad.
Lo más hermoso que existe es la
COMUNIÓN, el vivir en plena unidad, el “SER UNO” con las
diferencias lógicas y las afinidades. Nada más pleno que la comunión y poder
SER UNO.
¿Cómo
se llega a esa auténtica comunión, a ese “ser uno”?
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El amor verdadero se fija en la persona misma y no en su envoltorio, en
lo exterior. Tiene un “algo” de misterio, inexplicable e inefable. El amor
genuino mira con los ojos del corazón y sabe descubrir la belleza interior de
la persona que otros, a lo mejor, no ven ni saben barruntar. Y porque ama y ve
lo bueno y verdadero del otro, lo valora y lo va sacando a la luz.
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El amor nace espontáneamente, sin un porqué... tan sólo por pura
Providencia.
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Cada persona, por su imagen y semejanza de Dios, tiene una infinita
capacidad de amar, pero acomodada al ser y temperamento personal, porque cada
persona es única. La paciencia, también en esto, significa respetar, reconocer
y aceptar estas dificultades, este llegar a “encajar”, hacer un rodaje juntos
donde su pulen las aristas.
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No se puede exigir que el otro ame de una manera concreta, o con una
intensidad concreta, o con un ritmo o con detalles que a uno le gustaría. Se
puede hablar, dialogar, para conocerse y aceptarse. Pero cada persona es una y
única, y cada uno debe dar, sentir, amar y responder al amor de una manera
única. ¡Es lo hermoso del corazón humano, tan variado, tan bello, tan
insondable!
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El amor nunca exige, siempre da. Una sola pena tiene el amor: no poder
darse más, no poder entregarse más, estar impedido a lo mejor para acompañar y
consolar, no darse... La señal inconfundible del amor no es nunca la pasión, ni
el arrebato, ni el atractivo inicial que una persona descubre en otra y fascina
hasta que se descubren los fallos e imperfecciones del otro y se pierde el
encanto inicial (¡cuántas decepciones, en general, a medida en que se conoce a
la otra persona!); el santo y seña del amor verdadero es la dedicación a base
de los pequeños pormenores diarios. El amor verdadero cuida mucho los pequeños
detalles, las pequeñas atenciones.
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Precisamente porque el amor ha descubierto lo más íntimo y auténtico
del otro, sus virtudes y talentos, y los aprecia, y potencia, también sabe,
aunque le cueste sangre, cargar con la cruz del otro; tiene capacidad por
sentir preocupación, responsabilidad, respeto y comprensión hacia el otro. Está
siempre ahí. Siempre disponible... pero no con palabras solamente (¡que también
son muy necesarias decirlas y poderlas oír!), sino con hechos, con detalles
tangibles, concretos, fraternos.
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El egoísta sólo se ha quedado en las apariencias, no ve al otro en su
verdad. El egoísta rehuye el compartir y fácilmente se desentiende del otro en
la cruz, desaparece y se escapa ante los problemas del otro, porque no quiere
sufrir ni hacer suyas las preocupaciones o carencias del otro. El egoísta
difícilmente tiene detalles cotidianos y perseverantes con el otro... pero ¡ay
si no los tienen con él! El egoísta es una esponja que absorbe, pero no un
manantial que surte a los demás. ¡Parece que tienen parálisis en los dedos para
llamar por teléfono o una agenda de ocupaciones y diversiones, sin tiempo para
nadie! El egoísta tiende a evadirse, a “vivir su vida, vivir la vida”. El egoísta siempre será un eterno
adolescente, inestable... ¡hasta que aprenda a amar! O... ¡hasta que alguien lo
ame incondicionalmente!
6. Para amar,
aceptar al otro
El
egoísmo quiere cambiar al otro, cambiarlo por completo. El amor sí transforma
para que el otro sea él mismo en verdad. El egoísmo impone y se impone al otro
para cambiarlo; el amor porque es delicado y paciente, más que cambiar al otro,
le ayuda a transformarse, desarrollarse y curarse. Y el punto de partida es
aceptar al otro incondicionalmente, amarlo tal cual es, con exquisita paciencia
y entrega. Por tanto, para amar, aceptar al otro tal como es. Esto va a
significar:
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Aceptarlo no como me gustaría que fuese, sino tal y como es;
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Aceptar que el otro no eligió su temperamento, ni su personalidad ni su historia ni sus heridas;
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Que las reacciones que el otro tenga y a mí me desagraden, a él le
pueden estar haciendo sufrir por ser así: ¡cuánta comprensión requiere esto!
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Confiar en que si está luchando por cambiar, el primero que tiene prisa
por lograrlo y combate es el otro. Amar supondrá a ayudar en ese esfuerzo,
acompañarlo;
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Aceptar será comprender al otro, ponerse en su piel, empatía profunda
(hacer lo suyo mío)... y entonces no hay cambios forzados o dominantes.
Ea perfecta la entrada; sólo falta decir !qué difícil es aprender a amar bien! Es un don y un esfuerzo.
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