Cualquiera de nosotros, en cuanto discípulos del Señor, estamos en una escuela donde el Maestro es Cristo que con su Espíritu, nos va educando en la humildad.
¿Cómo? Bajo la Palabra divina, el hombre aprende a domar sus pasiones, reconocer su nada y dejar que brote la humildad como un don precioso, necesario.
La Palabra divina, Cristo mismo, se pronuncia con fuerza descubriendo la Verdad, y ésta saca a relucir aquello que somos, nuestra propia nada, el vacío, el pecado. La misma Encarnación del Verbo, que es la gran Palabra pronunciada por el Padre, es Humildad misma que atrae y modifica el alma de quien contempla y se une al Señor.
Pero la Palabra pide silencio: entonces se apodera de nosotros, transformándonos y abriéndonos horizontes impensables.
"Un noviciado de la palabra
La cuestión es la misma de San Bernardo cuando emprende la tarea de escribir su primera obra, sobre los grados de la humildad y del orgullo. El prefacio y la conclusión explican esta cuestión, que no forma una cuestión perjudicial o metódica, sino ya una mirada hacia el ser de la humildad.
San Bernardo dice haber dudado mucho tiempo, como en una encrucijada de caminos, "temiendo, si hablaba útilmente de la humildad, revelarme a mí mismo privado de ella, o bien, si me quedaba silencioso con humildad, convertirme en inútil". El camino estaba mal planteado, y san Bernardo se decide por el camino más seguro, el camino del riesgo y del don -éste remitiéndose a los otros, a sus críticas como a sus oraciones, al comunicarse, más que "salvaguardarse solo en el asilo del silencio". Ya esta elección nos muestra que la humildad, siendo prudente, no tiene nada de precavido, y accediendo a su verdad, recibe también una audacia, la más alta audacia, que le viene del amor mismo inspirándola y moviéndola.
Pero este tratado sobre la humildad, a pesar de su título, describe más precisa y minuciosamente los grados del orgullo que los de la humildad. Traiciona su promesa. Porque esta promesa no se tiene de verdad más que cuando se la traiciona. Hablar de humildad, es primero y siempre hablar de nuestro orgullo, es primero y siempre decir lo que hemos perdido y de lo que estamos bien alejados. Mostrar el camino de la humildad, es mostrar un camino que hemos recorrido a trompicones. "En este descenso nuestro, concluye san Bernardo, encontrarás quizás los grados que te hacen falta subir, grados que leerás mejor tú mismo en tu corazón al subirlos que en nuestro libro".
La palabra sobre la humildad parece, al menos directamente, imposible. Para no ser la palabra de su pérdida, debe ser ante todo una palabra sobre su pérdida. La humildad, ¿no ofrece un ejemplo de lo que no se puede saber sin dejar de serlo, ni ser sin dejar de saberlo? Porque la cuestión inicial siempre nos adelanta: ya se calle o se hable, ya se hable directa o indirectamente de la humildad, ¿no se ha dicho ya siempre mucho de ella? Demasiado para lo que somos y para lo que podemos testimoniar. Porque cada una de estas actitudes pueden ser una forma nueva de soberbia.
Para el teólogo cristiano que es san Bernardo, la humildad no podría ser una cuestión que se plantea, un tema al que asomarse, un objeto entre otros de una ciencia que le corresponde enseñar. Nadie, fue el hombre más genial y el sabio más profundo, puede acercarse a la humildad haciendo valer un título o una autoridad previas. Su primera lección sobre la humildad será la ruda lección de que se le habrá dado, desposeyéndola de toda autoridad, recordándole que aquí nadie habla que antes no haya sido reducido al silencio por el Verbo crucificado.
Este silencio, el silencio doloroso donde descubre en su corazón la tiranía del pecado, el silencio gozoso donde el perdón se le da como una vida nueva, es él el que sin cesar llevará hacia la palabra. En cualquier momento, la humildad es la que priva al teólogo de su palabra de muerte y le da su palabra de resucitado, lo que le deja prohibido y lo que le autoriza a hablar. No se trata solamente de que, como en la filosofía, se deja enseñar primero por lo que, y por ellos, enseña: se trata también de que esta palabra no deje de volver, remontando, hacia su fuente, en una acción de gracias. Jamás el teólogo tendrá, en humildad, terminado su noviciado, que deberá proseguir hasta el momento de su muerte, cuando llegará a su sólo y único maestro.
La humildad no puede ser el objeto de la teología si no es primero, y siempre, el sujeto. No es el material, sino que en la teología es la que se pone manos a la obra. Lo que ha sido escondido a los sabios y entendidos, pero revelado a los pequeños, no se dejará decir más que por aquellos cuya humildad es la primera ciencia. "Más sutil, más interior, mi filosofía es conocer a Jesús, y conocerlo crucificado". Conocer a Jesús en la cruz, es conocer la humildad misma. Pero conocer la humildad misma, no es incrementar nuestra ciencia, haciéndonos maestros de un nuevo objeto, el más alto: es dejar que se apodere de nosotros el Verbo que supera nuestra ciencia y nos hace participar en la suya.
"Es una grande, sí, hermanos míos, una gran y sublime virtud la humildad, que obtiene lo que no se enseña, que es digna de adquirir lo que no se puede tomar, digna de concebir por el Verbo y del Verbo mismo lo que por su propio verbo (sus propias palabras) no podría explicar". Doble es la lección que nos ofrece aquí san Bernardo por haberla él mismo recibido. La contemplación mística, de la que trata en este sermón, coronamiento gratuito de la vida cristiana, y del ejercicio de la teología, sólo se ofrecerá a la humildad. Muchos abren el oído, cuyo corazón está cerrado. Muchos están al acecho de cualquier palabra, cuyo corazón permanece cerrado al Verbo. Sólo la humildad los hará receptivos. Les permitirá recibir del Verbo lo que su propia palabra no puede ni alcanzar ni, directamente, transmitir. El don del Verbo sólo tiene lugar en las almas silenciosas: y este don, que supone el silencio, lo impone también. ¿Qué diremos del Verbo, si no lo que él dice y hace él mismo de sí mismo? ¿Qué diremos sino el silencio que nos ofrece y en el que se ofrece a nosotros - el silencio de la humildad? Este silencio no es mutismo. No tiene parte en el frío del odio, sino en el fuego del amor. Y como un fuego se propaga, como un fuego que nada puede contener, como tampoco nuestra impotencia para hablar de él si no es él quien da y toma la palabra.
Leyendo a san Bernardo, después de ocho siglos, es este mismo fuego el que sentimos, por su mediación, pero no gracias a él, que comienza quizás a arder en nuestros corazones. Porque intentó decir -por y con humildad- la Palabra divina y humana que lo expropió de sus propias palabras"
(CHRÉTIEN, J-L., L'humilité selon saint Bernard, en: Communio, ed. francesa, X, 4, juillet-août 1985, pp. 114-116).
Es una descripción genial de dos puntos, o por lo menos de dos puntos entre tantos:
1) el proceso personalísimo de Bernardo ante la humildad y cómo fue llevado por el silencio ante la Palabra
2) cómo un teólogo o un maestro es expropiado de sí mismo y de sus conceptos, para recibir en silencio del Verbo.
Al final, una y otra vez, como tantas veces hemos visto, la teología siempre será "teología de rodillas", la que se hace recibiendo y adorando.
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