La humildad permite la santidad y el desarrollo de la caridad sobrenatural. Es por ello que es imprescindible en nuestras vidas.
Los Padres de la Iglesia así como los Doctores y muchos santos han escrito ampliamente sobre ella, ponderándola, considerándola, exhortando a todos a vivir humildes como Cristo-Humilde. San Bernardo ofreció muchas reflexiones sobre la humildad, grados de humildad. Vamos a entrar en sus escritos sencillamente, como discípulos que lo quieren recibir todo de la Tradición de la Iglesia.
"Para acceder a la humildad, no basta que reconozca mi "bajeza" delante de Dios; es necesario que reconozca que mi humildad no es nada delante de la humildad infinita de Dios, que ha elegido voluntariamente hacerse mi humanidad. La humildad, esta nada que cambia todo, define sola el lugar de cualquier otra virtud, porque sólo ella reconocer que Dios es Dios.
La humildad tiene los ojos bien abiertos. No guarda nada, no mira nada, da, ella que nada tiene propio más que la luz, primera a sus ojos, de la aurora que aparece con ella. Ni una palabra sube a sus labios, y ésta contiene su aliento, como si escuchase una de estas promesas que nos fueron dadas en voz baja, y que siempre escucha desde nuestro corazón, como si escuchase ya, aún, a lo lejos, al oído, al Verbo expirando el último de sus soplos. ¿Qué dirá la humildad? ¿Qué querrá la humildad? Tiene mucho que ver para que tenga un solo instante que perder, que perderse, mirándose. ¿Y cómo tomaría la palabra, ella que no sabe más que recogerse, y cuyo único cuidado es escuchar sin fin la que Dios le confía?
"¿Quién es ésta que sube como la aurora naciente?" (Cant 6,9). Ella también, con sus ojos bien abiertos. De su abismo sube hacia el abismo de Dios. Nada podrá detenerla, porque es Dios mismo quien la eleva. Sí, la humildad es nuestra única aurora. "La aurora es el fin de la noche y el comienzo de la luz. La noche significa la vida del pecador, la luz la vida del justo. La aurora que escapa de las tinieblas y anuncia la luz, es la humildad, porque como ésta separa el día de la noche, ésta separa al justo del pecador". Pero, en cualquier momento, los separa en nosotros. El día que inaugura no tendrá fin. La aurora de la eternidad no pasa en absoluto. La humildad ya no pasará, porque Cristo a la derecha del Padre permanece hombre por la eternidad, y su cuerpo glorioso lleva para siempre las llagas de la pasión.
Sí, ¿qué podrá decir esta humildad, que Dios mismo no ha podido decir más que por el silencio del Verbo crucificado? Nos recuerda y nos reconduce a nuestra verdad propia, que es la de no tener nada más propio que la mentira y la soberbia. Situándonos en la "escuela de la humildad", Dios nos permite descubrir que somos y lo que somos. Poder de manifestación y de discernimiento, disipa en nosotros la ceguera que siempre conlleva el orgullo. Pero por eso mismo, es también poder de recogimiento y retirada.
En ningún sentido del término, la humildad no se pone por delante: ni para llevárselo sobre los otros, ni para imponerse a su mirada. No es que sea el hombre de evasiones y secretillos -es llevando a la luz del día la verdad sobre sí mismo, que Dios le ha descubierto, como él se retira y desaparece, como es enfrentándose que él atestigua haber reconocido de veras esta verdad sobre sí mismo.
Hablar de esta retirada, discurrir sobre la humildad, ¿no es estar ya a un paso de perderla? ¿No es poner en circulación una falsa moneda, falsa porque somos nosotros los que la acuñamos? ¿Lo que tendríamos que decir de la humildad, no lo diría mejor nuestro silencio?"
(CHRÉTIEN, Jean-Louis, L'humilité selon saint Bernard, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 112-113).
Avanzaremos y seguiremos.
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