La misión del Espíritu Santo ahora, en la economía de la salvación, en este tiempo y en esta historia de la Iglesia, prolongando la acción del Señor, es santificar y hacer participar de la vida divina.
Si antes el Espíritu Santo se infundía a algunas personas concretas para una misión específica, desde Pentecostés se derrama sobre toda carne, se derrama sin medida en los corazones de los bautizados y crismados con su Santo Sello.
Es el Espíritu Santo el protagonista absoluto de nuestra santificación, pues El es quien santifica, dándose. El hombre espiritual, en sentido recto y verdadero, es aquel que se deja guiar por el Espíritu de Dios, aquel en quien habita por completo el Espíritu Santo.
La santidad es acción primera y directa del Santificador, el Espíritu Santo prometido, que santifica a los que ha consagrado en el Bautismo y en la Unción del Crisma.
"aspirar a ese Espíritu Santo, cuya infusión nos hace santos y vivos en Cristo" (Pablo VI, Audiencia, 13-mayo-1964).
No ha lugar para esas santidades naturales, fruto de empeño, esfuerzo, compromiso, valores. La santidad se da y se forja cuando se derrama el Espíritu cuya infusión nos hace santos y cuya vida nos injerta más y mejor en el Cuerpo mismo de Cristo, convirtiéndonos en miembros vivos de Cristo.
El Espíritu Santo no es individualista, solitario, sino que se da abundantemente a todos los miembros de la Iglesia, a la Iglesia entera; en la medida en que se está inserto en el misterio de la Iglesia se recibe este Don:
"El Espíritu Santo es el principio divino animador de la Iglesia. Es vivificador como cantamos en el Credo de la santa misa. Es unificador. Es iluminador. Operante. Consolador. Santificador, en una palabra, confiere a la Iglesia la nota, la prerrogativa de ser santa. Y santa en dos sentidos; por recibir el Espíritu Santo, es decir, por estar invadida por la gracia, por la vida sobrenatural, que hace a las almas, que están en gracia de Dios, un templo de la divina presencia, y hace de toda la Iglesia la sede, la “casa de Dios” en la tierra; más aún el Espíritu Santo se sirve de la Iglesia como de su órgano, de instrumento para comunicarse a las almas, al mundo; y, especialmente formando en la Iglesia, un ministerio, un vehículo, un servicio, a través del cual, normalmente, en la acción sacramental y en el ejercicio del magisterio, el Espíritu Santo se difunde en la Iglesia, anima y santifica a la Humanidad, que es llamada a formar el cuerpo místico.
Esta es la gran doctrina. Es la grande y misteriosa realidad de las relaciones vitales, instauradas por Cristo entre el hombre y Dios, es en su esencia, profunda e inefable, la religión, la verdadera relación que en el Espíritu Santo por mérito de Cristo, nos une al Padre" (Pablo VI, Audiencia 20-mayo-1964).
La docilidad al Espíritu Santo, y la humilde súplica: "Veni, sancte Spiritus", contribuyen a edificarnos en la santidad, recibiendo la santidad del Espíritu en el marco precioso, en el Cuerpo hermoso, que es la Iglesia.
Ella, que es santa, lo es por el Espíritu que le da forma; sus miembros, sus hijos, participarán de esa santidad cuando reciban el Espíritu Santo y, humildemente, se dejen guiar por el Espíritu de Dios: ¡así serán hijos de Dios, santos! (cf. Rm 8,14).
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