Se nos ha dado un Médico admirable, Jesucristo, Médico de los cuerpos y de las almas, que con su acción poderosa nos devuelve la salud, nos restablece a la primitiva hermosura y orden del hombre creado.
Él ha venido y aplica remedios y medicinas adecuadas para sanar. Pero hemos de dar su valor exacto y preciso a las enfermedades del alma. Normalmente nos preocupamos más por las enfermedades del cuerpo, que nos debilitan o nos impiden el desempeño cotidiano de la vida; pero no menos importantes son las enfermedades del alma.
Un alma enferma es incapaz de obrar el bien, de ser buena, de reconocer la belleza, de vivir la verdad. Se enfanga más y más en su enfermedad, el pecado, y muchas veces ni se percibe como enfermo.
"Pasa ahora del ejemplo del cuerpo a las heridas del alma. Cuantas veces el alma peca, otras tantas resulta herida. Y para que no dudes que es herida por los pecados como por dardos y espadas, escucha al Apóstol, que nos advierte para que cojamos 'el escudo de la fe, en el cual podáis -dice- destruir todos los dardos ígneos del Maligno'.Ves, pues, que los pecados son dardos 'del Maligno', dirigidos contra el alma. Sufren, sin embargo el alma no sólo la herida de los dardos, sino también las fracturas de los pies, cuando 'se preparan lazos para sus pies' y 'se hacen vacilar sus pasos'. ¿En cuánto tiempo, pues, consideras que tales heridas y de tal especie, pueden curarse? ¡Oh, si pudiéramos ver cómo resulta herido nuestro hombre interior por cada pecado, cómo le inflinge la palabra mala!" (Orígenes, Hom. in Num., VIII, 1, 7).
El remedio para el alma es acudir al verdadero Médico, al que tiene poder y capacidad para curar, sanar, restablecer. Jesucristo es el Médico, nombre muy querido para la Tradición cristiana.
Él ofrece sus distintos remedios para sanar al alma de las enfermedades de sus pecados.
"Del mismo modo que los médicos incluyen algunas hierbas amargas en los medicamentos, con las miras de salud y curación de los enfermos, así también el Médico de nuestras almas, por previsión de la salud, quiso que nosotros padeciéramos las amarguras de esta vida en diversas pruebas, porque sabe que el fin de esta amargura es procurar a nuestra alma la dulzura de la salud" (Orígenes, Hom. in Num., XXVII, 10, 3).
Los pecados capitales son verdaderas enfermedades que desarrollan a su vez otras consecuencias. Cada enfermedad de éstas tiene secuelas.
"Hay muchas enfermedades del alma: la avaricia es una de sus enfermedades, ciertamente pésima; la soberbia, la ira, la vanidad, el miedo, la inconstancia, la pusilanimidad y otras semejantes. ¿Cuándo, Señor, Jesús, me curarás de todas estas enfermedades?; ¿cuándo me sanarás, de modo que también yo pueda decir. 'Bendice, alma mía al Señor, que sana todas tus enfermedades'?" (Orígenes, Hom. in Num., XXVII, 12, 1).
La petición humilde es clara: Sana, Señor, nuestras heridas.
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