viernes, 21 de julio de 2017

Espíritu apostólico (teología de la oración)

La oración cristiana, o si preferimos ya a estas alturas, la mística cristiana, produce un impulso o ardor apostólico, un fuego interior, que nada puede apagar.


Lejos de ser una contemplación de sí mismo, y de lo que uno descubre, y de los sentimientos interiores, y del alejamiento de todo, la mística cristiana transforma al orante uniéndolo a Dios y uniéndolo a sus hermanos, con deseos santos de que todos conozcan al Señor, lo amen y lo sigan.

La verdadera mística siempre es actuante, laboriosa, operante; la falsa mística es una capa de piedad que recubre un refinado egoísmo, el de buscar un sosiego que paraliza, una burbuja que incomunica.

Lo que Dios obra a medida que avanzamos en la oración, va transformándonos para ser apóstoles más coherentes, lanzados, valientes; infunde siempre un espíritu apostólico. La meta de la transformación cristiana -la vida espiritual, mística- es dar fruto abundante:
"Cuando yo veo almas muy diligentes en entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, ... porque no se les vaya un poquito el gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio ... te compadezcas de ella ... no tanto por ella, como porque sabes que Tu Señor quiere aquello" (Sta. Teresa, 5M 3).

La mística es apostólica, es su fuego, su impulso, su purificación segura, para luego ser enviados por el Señor sin adherencias alguna, ni interés personal. A lo que podríamos decir también que el verdadero apóstol, no el activista 'superocupado', es aquel cuya vida está sostenida por una gran experiencia de Dios en la oración, y su crecimiento en desnudez de espíritu.

"Lo que más me ha sorprendido estudiando a los místicos, es la simultaneidad y la proporción aparentemente paradójicas entre el crecimiento de la vida interior y la vehemencia del deseo apostólico conduciendo en ciertos casos a una absorción en apariencia total en la vida activa. "Obras quiere el Señor", es una de las advertencias principales que santa Teresa de Ávila, cuando habla de las moradas más íntimas del castillo interior, dirige a sus hijas. María y Marta deben ser una. Según santa Catalina de Siena, el alma debe siempre estar preparada para salir exteriormente de su celda interior sin salir un momento interiormente de ella. ¡Y cómo dio ejemplo de esto! Lo mismo que su gran homónima, santa Catalina Fiesca Adorno, gran dama de la nobleza genovesa y una de las místicas más originales, no permanecía nunca fuera de su "paraíso" -el cielo gustado en la tierra- mientras que, siempre sufriendo, recorría las calles de la mañana a la tarde buscando a los pobres y miserables para asistirlos con sus propias manos y reorganizaba al mismo tiempo como directora la asistencia a los enfermos en el hospital central de la poderosa república.

La gran misionera de Canadá, María de la Encarnación (Guyart) admitía que, si bien nunca se pudo permitir un momento de descanso, nada la podía distraer de su experiencia predominante de felicidad que le procuraba la presencia íntima de Dios. En esto se parece a su noble homónima, "la bella Acarie" que en los salones de París parecía siempre a punto de escaparse en un adormecimiento místico, igual que Isabel de la Trinidad durante sus bailes de noche daba la impresión de estar interiormente ausente, atraída irresistiblemente por el amante "Dios sensible al corazón". Como Teresa de Lisieux, ambas encontraron por fin su refugio en el Carmelo. La joven hija de Dijon, Isabel Catez, dice que, como María Magdalena, ella "podía cantar 'Mi alma está siempre entre tus manos', y también esta pequeña palabra: 'nescivi' (ignoro). "Sí, ¡no sabía nada sino de Él! Podía hacer ruido, agitarse alrededor de ella: '¡Nescivi!'  Podía acusarla: '¡Nescivi!' Tampoco su honor ni las cosas exteriores la pueden hacer salir de su 'sagrado silencio'... el reposo del abismo" del que gozan los bienaventurados.


Por su parte la señora Acarie, después de haber salvado a su familia con valor y saber hacer, enseguida, con la ayuda de Pierre Bérulle, habiendo instalado en Francia el Carmelo reformado, entraba como hermana laica en uno de sus conventos donde, bajo la guía de su hija, la priora, cantaba gozosamente, llena como estaba de Dios, la alabanza de su gloria, limpiando el suelo, cocinando y fregando la vajilla. Lo que me asombra mucho siempre es que después de un período de alternancia el paraíso y la tierra, el descanso interior y el celo exterior, terminan por coincidir en estas almas.

Mística y sufrimiento

A esta coincidencia se une otra simultaneidad que nos obra profundidades insondables: la del sufrimiento más agudo con la más alta felicidad. "Encuentro en mi espíritu una satisfacción tan grande y en mi corazón tanta quietud que la lengua no podría decirlo ni la razón comprenderlo; pero por parte de mi humanidad todos mis sufrimientos no son, por así decir, sufrimientos", dice santa Catalina de Génova y un testigo declara que la alegría y el sufrimiento venían siempre juntos.

En su Último retiro Isabel de la Trinidad escribe casi agonizante: "Entonces pueden sobrevenir las agitaciones de fuera, las tempestades de dentro, entonces se puede esperar su amor propio: 'Nescivi!' Dios puede esconderse, retirarle su gracia sensible: 'Nescivi!'". Sólo Dios basta. Su madre, Teresa de Ávila, ya lo había expresado perfectamente: "ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, aunque fuese en cosa muy poca. Y si supiesen cierto que en saliendo el alma del cuerpo ha de gozar de Dios, no les hace al caso, ni pensar en la gloria que tienen los santos; no desean por entonces verse en ella: su gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado, en especial cuando ven que es tan ofendido, y los pocos que hay que de veras miren por su honra, desasidos de todo lo demás" (7M 3,6). Aut pati aut mori. Todos los místicos lo repiten.

De nuevo hay que poner el acento sobre la simultaneidad, la coincidencia, la proporción: cuanto más sufren, más perfecta es su felicidad, su paz, su alegría. Para el hombre natural es esto quizás, el más grande misterio de los santos".
(WALGRAVE, J-H., L'expérience des mystiques, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 88-90).


 Viven de otra forma, son de otra forma.

La mística, es decir, una oración que se ha ido perfeccionando a la vez que purificando al orante, los ha convertido en apóstoles sin adherencias de protagonismo, vanidad, activismo, etc.

Pero esa misma mística, esa oración que ha sido purificada tantas veces, les permite vivir los sufrimientos de un modo nuevo: felices, con paz, porque ayudan un poco al Señor crucificado.

A estas metas nos conducirá nuestra oración personal si dejamos al Espíritu Santo actuar.

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