La
clericalización de los laicos se ha puesto de relieve, palpable, en mayor o
menor grado, en la liturgia.
Así
se han multiplicado innecesariamente ministerios que acaparaban la liturgia, y
se relegaba el papel del sacerdocio ministerial casi exclusivamente a la recitación
de las palabras de la consagración; se han llegado a desarrollar continuas
intervenciones en la liturgia, con una visión antropocéntrica, para que fueran
seglares los que subieran y bajaran del presbiterio, hablaran, leyeran, incluso
predicaran a su modo. Se les ha situado en el presbiterio para desacralizar
cuanto más posible la celebración litúrgica y convertirla en “circular”,
“asamblearia”, y se ha llegado a banalizar la distribución de la sagrada
comunión, cuando sin una verdadera necesidad (ministros extraordinarios o
ministros ad casum), se ha favorecido que sean seglares los que la distribuyan,
y en algunos casos además, mientras el
sacerdote está sentado. Son abusos reales que se han producido y es una
mentalidad difundida:
“En la práctica, en los años
posteriores al Concilio, para cumplir este deseo se extendió arbitrariamente
"la confusión de las funciones, especialmente por lo que se refiere al
ministerio sacerdotal y a la función de los seglares: recitación
indiscriminada y común de la plegaria eucarística, homilías pronunciadas por
seglares, seglares que distribuyen la comunión mientras los sacerdotes
se eximen" (Instrucción Inestimabile donum, 3 de abril de
1980, Introducción: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 1 de junio de 1980, p. 17).
Esos graves abusos prácticos han tenido con frecuencia su origen en errores doctrinales, sobre todo por lo que respecta a la naturaleza de la liturgia, del sacerdocio común de los cristianos, de la vocación y de la misión de los laicos, en lo referente al ministerio ordenado de los sacerdotes” (Juan Pablo II, Disc. al 4º grupo de Obispos de Brasil en visita ad limina, 21-septiembre-2002).
Lo
que en algunas circunstancias y territorios de misión pudo ser un servicio en
ausencia y espera de sacerdote, se ha convertido, por una mala teología y
praxis pastoral, en algo permanente, confundiendo la distinta misión del
sacerdocio bautismal de aquella que es propia del sacerdocio ministerial.
Ya me he referido a la confusión y, a veces, a la equiparación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, a la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, a la interpretación arbitraria del concepto de "suplencia", a la tendencia a la "clericalización" de los fieles laicos, etc.” (Juan Pablo II, Disc. al 4º grupo de Obispos de Brasil en visita ad limina, 21-septiembre-2002).
La
liturgia llega a convertirse en un campo de batalla cuando se termina por
buscar un protagonismo, alcanzar un relieve delante de los demás, por el
desempeño de tantos y tan variados ministerios, muchos de ellos inventados,
para favorecer, hipotéticamente, la participación de los fieles. En realidad,
son los males derivados de la clericalización de los laicos en la liturgia: ni
favorecen la santidad de la liturgia, ni potencian el sacerdocio bautismal de
los fieles, más bien lo entorpecen.
No
se puede pensar ni siquiera argumentar, que la liturgia es la que permite
semejantes cosas; más bien entra en el triste capítulo de “abusos” difundidos
que desfiguran la misma liturgia: “Junto a estos beneficios de la reforma
litúrgica, hay que reconocer y deplorar algunas desviaciones, de mayor o menor
gravedad, en la aplicación de la misma. Se constatan, a veces… confusionismos
entre sacerdocio ministerial, ligado a la ordenación, y el sacerdocio común de
los fieles, que tiene su propio fundamento en el bautismo”[1].
Por
eso pertenece al sacerdocio ministerial, y no al sacerdocio común de los
fieles:
-presidir la santa liturgia y pronunciar las
partes que le son propias, que no pueden ser recitadas por un laico o por
todos a la vez; especialmente la Plegaria eucarística: “es un abuso hacer que
algunas partes de la Plegaria Eucarística sean pronunciadas por el diácono, por
un ministro laico, o bien por uno sólo o por todos los fieles juntos. La
Plegaria Eucarística, por lo tanto, debe ser pronunciada en su totalidad, y
solamente, por el Sacerdote” (Instrucción Redemptionis sacramentum, 52).
-pronunciar la homilía es específico del
ministro ordenado: “la hará, normalmente, el mismo sacerdote celebrante, o él
se la encomendará a un sacerdote concelebrante, o a veces, según las
circunstancias, también al diácono, pero nunca a un laico” (IGMR 66);
-la
fracción del Pan consagrado,
mientras se canta el Agnus Dei, corresponde al sacerdote (y al diácono) si
precisa ayuda, pero jamás un laico: “la fracción del pan eucarístico la realiza
solamente el sacerdote celebrante, ayudado, si es el caso, por el diácono o por
un concelebrante, pero no por un laico; se comienza después de dar la paz,
mientras se dice el «Cordero de Dios»” (Instrucción Redemptionis sacramentum,
73);
-es
un abuso claro, que convierte la liturgia en antropocentrismo y catequesis, la introducción de testimonios por parte
de laicos, misioneros o incluso sacerdotes; su lugar debe ser fuera de la Misa
(antes o después); “Si se diera la necesidad de que instrucciones o testimonios
sobre la vida cristiana sean expuestos por un laico a los fieles congregados en
la iglesia, siempre es preferible que esto se haga fuera de la celebración de
la Misa. Por causa grave, sin embargo, está permitido dar este tipo de
instrucciones o testimonios, después de que el sacerdote pronuncie la oración
después de la Comunión. Pero esto no puede hacerse una costumbre. Además, estas
instrucciones y testimonios de ninguna manera pueden tener un sentido que pueda
ser confundido con la homilía, ni se permite que por ello se suprima totalmente
la homilía” (Instrucción Redemptionis sacramentum, 74);
-no
es lícito que la distribución de la
sagrada comunión se haga siempre por laicos, eximiéndose el sacerdote de su
distribución: “Repruébese la costumbre de aquellos sacerdotes que, a pesar de
estar presentes en la celebración, se abstienen de distribuir la comunión,
encomendando esta tarea a laicos” (Inst. Redemptionis sacramentum 157); los
laicos llamados a distribuir la comunión serán en caso de verdadera necesidad
ministros ad casum o ministros extraordinarios; “Corresponde al sacerdote
celebrante distribuir la Comunión, si es el caso, ayudado por otros sacerdotes
o diáconos; y este no debe proseguir la Misa hasta que haya terminado la
Comunión de los fieles. Sólo donde la necesidad lo requiera, los ministros
extraordinarios pueden ayudar al sacerdote celebrante, según las normas del
derecho” (Instrucción Redemptionis sacramentum, 88);
-ya
que la Eucaristía es un don que se recibe, ni los diáconos ni los fieles laicos
pueden tomarla por sí mismos
directamente del altar, o mojando la forma consagrada en el cáliz: debe ser
don que se recibe de manos de los ministros. “No está permitido que los fieles
tomen la hostia consagrada ni el cáliz sagrado «por sí mismos, ni mucho menos
que se lo pasen entre sí de mano en mano». En esta materia, además, debe
suprimirse el abuso de que los esposos, en la Misa nupcial, se administren de
modo recíproco la sagrada Comunión” (Instrucción Redemptionis sacramentum, 94);
-menos
grave en parte, pero amplísimamente extendido, es el abuso de las moniciones convertidas en pequeñas homilías por su
extensión (y a veces improvisando), casi invadiendo la liturgia, incluso en
momentos que jamás han sido previstos para moniciones sino para cantos, por
ejemplo, presentando cada ofrenda con una monición explicativa, o la larga y
cansina monición de “acción de gracias” después de la comunión, en vez de un
canto o el silencio adorante. Deben ser “breves explicaciones y moniciones para
introducirlos en la celebración y para disponerlos a entenderla mejor. Conviene
que las moniciones del comentador estén exactamente preparadas y con perspicua
sobriedad. En el ejercicio de su ministerio, el comentarista permanece de pie
en un lugar adecuado frente a los fieles, pero no en el ambón” (IGMR 105).
¿Acaso
todo esto sería impedir que los fieles participen en la liturgia? ¡Al revés!
Será devolverles su dignidad de pueblo santo sin querer clericalizarlos; harán
aquello que les sea propio, sin añadidos ni omisiones, como deseaba el Concilio
Vaticano II: “En las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple
fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por
la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas” (SC 28).
Los
fieles laicos, viviendo su sacerdocio bautismal sin cortapisas, participarán en
la liturgia ofreciendo y ofreciéndose, santificando todas las realidades de su
vida: “Realizada la ofrenda, la comunión eucarística que la sigue está
destinada a proporcionar a los fieles las fuerzas espirituales necesarias para
el pleno desarrollo del «sacerdocio» y especialmente para la ofrenda de todos
los sacrificios de su existencia diaria”[2].
Entonces la liturgia, y especialmente la santísima Eucaristía, serán la fuente
y la cumbre de su vida cristiana.
Así
todos vivirán aquello mismo que se suplica en la Liturgia de las Horas:
“Que todo el
día de hoy sepamos dar buen testimonio del nombre cristiano y ofrezcamos nuestra
jornada como un culto espiritual agradable al Padre”[3].
“Cristo,
sacerdote eterno, glorificador del Padre, haz que sepamos ofrecernos contigo,
para alabanza de la gloria eterna”[4].
Gracias.
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