lunes, 23 de enero de 2017

La paciencia y la esperanza (II)

La primera catequesis sobre este tema planteaba la forma humana, la experiencia, de vivir el tiempo: la exaltación del instante en detrimento de la duración; el entusiasmo momentáneo en lugar de la serenidad constante.


En este esquema, imposible vivir la duración y el compromiso estable con cualquier realidad; imposible entender la fe, ya que sólo se ve por el entusiasmo del momento olvidando que la fe es más tranquila, de largo alcance.

El arte de la duración, se llama "paciencia", y ésta vinculada siempre a la esperanza.

Hemos de conocer qué es la paciencia, vivirla y fortalecernos para que la esperanza cristiana no se disuelva fugar por el entusiasmo del instante y el tedio de la duración.

Seguimos entonces con el artículo de Jean-Louis Bruguès, en Communio, ed. francesa, IX, 4, julio-1984, pp. 47-58.


"La paciencia, elogio de la flema


La paciencia es un arte de vivir. "Por vuestra paciencia lograréis vuestra vida" (Lc 21,19). Habría que precisar: es un arte de vivir lo cotidiano. Representa una virtud de resistencia y nos impulsa a seguir a pesar de los golpes de la adversidad. "Nadie ignora, escribe Casiano, que paciencia viene de padecer y de sostener"; nos hace permanecer inmóviles, explica, cuando se desata sobre nosotros la tempestad de la tentación; la compara con la casa cimentada sobre roca, de la que habla el Evangelio, y no sobre arena. 

San Agustín propone una definición más amplia y se ha hecho clásica en teología: "La paciencia del hombre... consiste en soportar los males, el corazón tranquilo, para no tener que perder, por falta de serenidad, los bienes que nos conducen a los más grandes" (De la paciencia, II, 2).

Con frecuencia se ha hecho de la paciencia la máscara de la apatía. Se ha prestado esta "cualidad" a la gente que, por falta de inteligencia o de imaginación, no saben qué hacer y se abstienen de cualquier decisión. La paciencia nada tiene que ver con la resignación, pese a las apariencias. Representa por el contrario una cara de la firmeza. Por esta razón, en la teología de las virtudes, se sitúa bajo la esfera de influencia de la fortaleza. Porque se hace referencia a ella constantemente a lo largo de la jornada, se la percibió muy pronto como una cualidad mayor del comportamiento cristiano.

El más antiguo tratado de teología moral que conocemos es el "De patientia" de Tertuliano, compuesto hacia el 200. El autor hace de ella, no sin exageración, la primera de las virtudes que debe regir el conjunto de nuestro actuar. Los paganos habrían visto en ella, asegura, la summa virtus. Es seguro que ella tomó en los Estoicos una importancia creciente y que los primeros autores cristianos tuvieron la tendencia de integrar pura y simplemente en su propia reflexión el análisis muy completo que habían descubierto en el seno de esta tradición filosófica.

La condición humana está comprometida en el tiempo. Es la duración, no el instante, muy fugaz, la que representa el vínculo natural y necesario de nuestro aprendizaje de la perfección humana y de la fidelidad cristiana. Es necesario el tiempo para convertirse en aquello que Dios nos ha llamado a ser. ¿Es necesario precisar que este esfuerzo desplegado en la duración constituye una de las pruebas más temibles que nos encontramos? Cuando sobrevienen acontecimientos particularmente dramáticos, todo nuestro ser se repliega para hacer frente. La urgencia nos impone movilizar la totalidad de nuestras energías. En los "golpes duros", como el duelo o la enfermedad, o ante los más graves peligros, comenzando por la perspectiva de nuestra propia muerte, suscitamos una fuerza que, a veces, nos revela a nosotros mismos y a los demás. Pero estos acontecimientos están lejos de constituir la trama de nuestras existencias. Su carácter excepcional les confiere un brillo que, por contraste, sumerge el intervalo, es decir en realidad la mayor parte de nuestra vida, en lo tenue. Sin embargo en estos intervalos se forja nuestro carácter, se construye nuestra personalidad moral, se experimenta la fidelidad cotidiana a las exigencias bautismales. La vida cristiana requiere un aprendizaje laborioso, cotidiana, con frecuencia oscuro. "No todo el que dice 'Señor, Señor' (instante) entrará en el Reino de los cielos, dice Jesús, sino el que cumple la voluntad de mi Padre (duración)" (Mt 7,21).

Además en el Evangelio, proponiendo el ejemplo de dos hermanos, nos invita a escoger al primero como modelo: en el momento, rechaza obedecer al Padre, pero termina por ponerse a la tarea que se le había pedido (Mt 21,28-32). La conversión no es asunto de un instante. Para ser eficaz, debe desarrollarse a lo largo de la existencia. La paciencia no es otra cosa que la conversión en lo cotidiano.

Si retomamos la definición propuesta por san Agustín, constatamos que la paciencia incluye tres elementos esenciales:


1. Una motivación. Está sostenida por la esperanza. Porque estamos a la espera de los bienes por venir, aceptamos soportar los males que nos asaltan a lo largo de nuestra peregrinación terrena. La promesa de Cristo da sentido a nuestros sufrimientos. Es por lo que, explica san Agustín, no se podría asignar a la paciencia objetivos irrisorios, bajo pena de descalificarla. Torturarse mutuamente como lo hacen los salteadores que se entrenan para no hablar bajo la coacción del verdugo no merece el nombre de paciencia, porque "la paciencia es la compañera de la sabiduría y no la esclava de la concupiscencia" (De la paciencia V, 4). La paciencia nos asimila a los pobres, a los mansos, a aquellos que lloran, observa Tertuliano; por eso a los pacientes se les prometió expresamente la bienaventuranza.
2. Un estado de espíritu. Implica una actitud psicológica caracterizada por la serenidad y la tranquilidad del corazón, en una palabra, la flema. No podría vincularse a cualquier idea de sequedad de los sentimientos o de amargura que no se atrevería a expresar. No se trata de "mantenerse" apretando los dientes, sino de conservar a pesar de las contrariedades una cierta cualidad del alma. A veces haremos "como si", cuando nada en nosotros nos parezca adherir a los actos que nos hace falta realizar. La paciencia es a la vez condición y manifestación del equilibrio personal y de la armonía interior. Habrá que volver más adelante a este punto.

Lo que explica que la teología ulterior hará de la paciencia la virtud de la resistencia a la tristeza, dañada bajo todas sus formas de dolor, de sufrimiento moral o, más sencillamente, de acedia, de laxitud o de cierta especie de desánimo que nos acecha cuando cada día y siempre de manera idéntica retomamos nuestro oficio de hombre y de creyente, acechados por las mismas trampas, cediendo a las mismas tentaciones. La paciencia mantiene la esperanza cotidiana ante la ausencia de todo cambio perceptible. "Una virtud es necesaria para defender contra la tristeza el bien moral e impedir al alma sucumbir ante ella: es el función de la paciencia" (Suma Teológica IIa IIae, q. 136, a. 1).

3. Un proyecto. La paciencia, en fin, nos enseña a dominar el futuro, claro que no en su desarrollo, sino en la resonancia que estos acontecimientos despiertan en nosotros. Siempre para un tiempo indeterminado hay que mantener el esfuerzo de conversión: no se enfrenta este esfuerzo sin inquietud, ya que uno se sabe débil y expuesto. La paciencia debe ir dominando el temor que se siente ante la longitud vislumbrada. Entonces tomará la forma de la perseverancia. Más sutilmente, la perspectiva de esta longitud suscita en nosotros movimientos de huida. ¿Es necesaria comenzar tan pronto? ¿No valdría más emplazar para más tarde semejante tarea tan costosa? 

El peligro que nos acecha es el desánimo, el temor de deber aflojar nuestra tensión de la esperanza. La paciencia que supera este nuevo temor se llama longanimidad. Surge aún una nueva dificultad. Se ha superado con éxito una prueba y se comienza a respirar. En el momento que menos se espera, un nuevo impacto nos espera. Habíamos, por ejemplo, aprendido a dirigir tal debilidad física o tal fallo de nuestro personalidad; pero de pronto renace la duda sobre la utilidad de los esfuerzos realizados y de los sacrificios consentidos. ¿Para qué tanta obstinación? ¿Qué sentido dar a las mutilaciones que se nos han impuesto o a las que libremente hemos consentido? Luego resulta que esta duda no nos es sólo algo personal. Aquellos que nos rodean y que nos deberían comprender manifiestan a su vez su escepticismo. Nos topamos con la incomprensión y el sarcasmo. La fidelidad a las líneas de fuerza que hemos querido imprimir a nuestra vida o a los compromisos que ahora nos pesan, ¿no es una terquedad?  La paciencia no debe vencer solamente nuestros movimientos de defección interior sino también los obstáculos que surjan del exterior. Ella se hace constancia. 

Perseverancia, longanimidad, constancia: a través de estas diversas manifestaciones, la paciencia engendra en nosotros hombres sólidos. Nos evita lanzarnos a la carrera de los entusiasmos. Nos impide comportarnos como marionetas que la moda, la opinión de los otros, la seducción de la facilidad orientan en un sentido, luego en otro. Nos libera de la influencia del desánimo. Nos incita a la virilidad y con ella, sin duda, la palabra "virtud" recibe su significado más profundo. Fundamenta toda confianza, la que nos damos a nosotros mismos y que nos agrada en nuestras empresas, la que los otros nos conceden también. Caracteriza la actitud que consiste en imponerse a la vida para que la vida no se imponga a nosotros".


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Toda una descripción de la paciencia orientada a la esperanza y las virtudes auxiliares que nos ayudan en todos los procesos humanos y espirituales.

¿Vemos bien su influjo, su acción, su necesidad?


1 comentario:

  1. Sí, lo vemos. Algunos cristianos han recibido la gracia de la paciencia, otros hemos tenido y tenemos que trabajarla con ayuda de Dios.

    Señor, danos la vida en Cristo (de las Preces de Laudes).

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